LA BARBITÚRICA DE LA SEMANA
Hermana, ¿te lo vas a callar?
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Esta semana he presenciado dos episodios de silencio ante la pregunta «¿Qué es una mujer?». Las dos políticas interpeladas optaron cada una por el balbuceo o la verborrea, esas formas incontestables de la nada. A Yolanda Díaz e Irene Montero, las impulsoras del «Hermana, ... yo sí te creo», las que se dirigen al orbe y se conjugan a ellas y a los suyos sólo en femenino –«nosotras en Sumar», «juntas Podemos»– les comió la lengua el gato. Cautas, incluso colaboracionistas con las formas de borrado de las mujeres, evitaron una definición para no enfurecer a los trans, los hombres que se autoperciben como mujeres o a los más beligerantes en la lucha que ellas mismas han radicalizado y capitalizado para ocupar puestos políticos. Que unas mujeres que representan a otras ciudadanas en el Parlamento se queden calladas preocupa. O lo que es peor: desconsuela. Hermana, ¿te lo vas a callar?
Fui criada por una mujer con temple de hierro, nacida en los años cuarenta, abogada, madre de cuatro hijos y lectora voraz. Su feminismo consistía en hacernos entender a sus dos hijas que debíamos ser responsables de los derechos y libertades que ella y su generación se ganaron a pulso. «Para que vuelvas a casa sin depender de nadie», me dijo al darme las llaves del coche. Fue ella quien me regaló 'El cuaderno dorado', de Doris Lessing. Me hice escritora leyendo a Coetzee, Shakespeare, Faulkner o García Márquez, pero también a Susan Sontag, María Zambrano, Elsa Morante, Natalia Ginzburg, Elisa Lerner o Patricia Highsmith, mujeres que se definieron por la contundencia de sus ideas. Este feminismo de yogur caducado avergüenza con sus silencios. Hermana, ¿te lo vas a comer?
Las mujeres siempre tuvimos pocas balas y por eso supimos usarlas mejor. Salimos a pelear sin pedir cuartelillo, aprendimos a volver solas a casa porque sabíamos que nadie estaría ahí para abrir la puerta. Aprendimos a detectar a los borrachos y los sinvergüenzas. Nos enseñaron a hacerlo. Nadie va a salvarte, espabila. Las mujeres que nos antecedieron tuvieron la lucidez y el valor de los que construyen, como Ida Gramcko, una isla del espíritu. Con lo poco que tenían a mano hicieron cosas duraderas. No le bailaron el agua a nadie, ni se apuntaron al 'sambódromo' ideológico. Al menos intentaron no hacerlo. No estaban contra los hombres, sino a favor de sus ideas. Ellas fueron su propia causa. No esperaban nada, porque nadie les tendió la mano. No tenían que usar guantes de boxeo: con los nudillos les bastó. Las mujeres que nos antecedieron encajaron golpes. Las que pudieron resistirlos nos enseñaron a esquivarlos primero y devolverlos después. Otras no vivieron para cicatrizar aquellas palizas. No consiguieron –y aún no consiguen– extinguir la carnicería del que va por libre. Por eso no las entiendo. No logro descifrar el silencio con el que, acobardadas, Yolanda Díaz e Irene Montero evitan definir qué es una mujer. «Hermana, yo sí te creo», gritaron en las plazas públicas. Yo les pregunto ahora: hermana, ¿te lo vas a callar?
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