la tercera

Uso político de los menores con disforia

El aumento de los menores con disforia de género es indiscutible. Estos jóvenes han tenido la desgracia de caer en las garras de las guerras culturales y políticas

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carbajo y rojo

José Errasti

Estos días los medios han destacado la noticia del recurso presentado ante el Tribunal Constitucional por el Defensor del Pueblo y el Gobierno, al considerar que la reforma de la ley Trans madrileña «patologiza a los menores y vulnera sus derechos a la intimidad ... y al libre desarrollo de la personalidad». Es inevitable recordar a Chesterton –«el periodismo consiste en decir que lord Jones ha muerto a gente que no sabía que lord Jones estaba vivo»–, porque este recurso ha tenido más repercusión que la propia aprobación años atrás de la ley Trans de la Comunidad de Madrid. Por toda España, leyes y normativas autonómicas, promovidas a derecha e izquierda, han introducido por lo bajini en nuestro ordenamiento jurídico la visión 'queer' de la identidad de género sin apenas debate público.

La reforma realizada por Díaz Ayuso va en la dirección de los cambios que está experimentando en Europa la ayuda a los menores que sienten malestares respecto del sexo al que pertenecen. Y está apoyada en artículos científicos e informes de agencias sanitarias públicas internacionales, fuentes de mayor solvencia que sus réplicas políticas. No estamos ante un tema trivial: en los cuerpos de estos menores, atrapados dentro de discursos equivocados, se libra una batalla acerca de la idea de verdad en nuestra sociedad. Quizá ninguna postura científica esté totalmente libre de ideología, pero es seguro que las ideologías posmodernas están totalmente libres de ciencia. Los que no saben para qué vale la filosofía encontrarán aquí para qué vale la mala filosofía.

Y esta disputa ocurre de espaldas al debate público, ya que desde las posiciones transactivistas se entiende que cualquier discrepancia es una manifestación de odio. O se es 'queer' o se es fascista. Y como con el fascismo no se debate, las tesis transactivistas deberán ser aceptadas sin discusión. Ese revoltijo que suponen las siglas Lgtbiq+ –cuando no la ridícula, pero muy significativa, redundancia «personas Lgtbiq+ y trans»– mezcla orientaciones sexuales (LGB) con la condición de ser varón o mujer (TQ), para actuar como un estímulo pavloviano unificado. El común de la ciudadanía simpatiza ante esas siglas de forma unitaria y refleja. Así que conviene aclarar algunas cosas:

Desde comienzos del siglo XX conocemos un fenómeno, originalmente llamado «transexualidad», en el que un menor muestra un rechazo visceral a sus órganos sexuales y a su condición de varón o mujer desde sus primeros años. Es un problema de escasísima frecuencia y causa desconocida. A finales de siglo se propuso un protocolo farmacoquirúrgico que debía ser aplicado, acompañado de supervisión psicológica, a jóvenes sin otro tipo de malestares psíquicos, buenas redes de apoyo y varios años de presencia continuada del problema. Tras una primera fase de transición social –nombre, pronombres, ropa…–, viene el bloqueo del desarrollo puberal, la hormonación cruzada y la cirugía que imite los caracteres sexuales deseados.

Pero, de pronto, a partir de la década pasada, el problema explota y cambia sus características en los países occidentales. En diez años nos encontramos con incrementos del orden del cinco mil, siete mil, ¡diez mil! por ciento, y un nuevo perfil mayoritario, esta vez femenino y de aparición en la adolescencia sin historial previo infantil. El parecido de esta disforia de género con la transexualidad 'clásica' es meramente superficial; aun así, comienza a ser tratada clínicamente mediante el protocolo descrito, ahora ya desprovisto de la prudencia relativa al acompañamiento psicológico o a los criterios de inclusión. Ha llegado la 'terapia afirmativa'. El problema deja de ser sanitario y pasa a ser identitario. Por las hormonas hacia el auténtico yo.

Estos nuevos casos están socialmente enmarcados en una nueva ideología. En esos años llega a las escuelas, los medios y las redes una visión 'posmoderna-queer' del sexo, según la cual la distinción varón/mujer no tiene base real, es lingüístico-performativa y tiene como función oprimir a los cuerpos no normativos. Convenientemente tergiversada la intersexualidad y aplicando el irracionalismo posmoderno, resulta ahora que se puede nacer en el cuerpo equivocado, que el sexo se asigna al nacer ya que los bebés nacen sin sexo, que el sexo no es dicotómico sino un continuo entre dos extremos… y, sobre todo, que se puede y se debe autodeterminar el propio sexo desde la infancia como un acto de liberación y empoderamiento. ¿Darwin, quién fue Darwin? La identidad de género se convierte en la nueva alma. Ay del que niegue estos dogmas, enemigo de la Justicia Social, de los Derechos Humanos, enfermo de odio merecedor de censura y deconstrucción.

Sin embargo durante los últimos años empieza a ser un clamor la bajísima calidad de la evidencia científica que apoya a la terapia afirmativa ante esta nueva disforia. Suecia y Noruega, pioneros en su uso, lo restringen a contextos experimentales y abogan por un enfoque psicoterapéutico. Finlandia retrasa la prescripción de hormonas hasta los 25 años. El Servicio Nacional de Salud del Reino Unido publica el demoledor 'Informe Cass', el mayor metaanálisis realizado hasta la fecha, que provoca la prohibición del uso de bloqueadores y hormonas en menores, y el cierre de la clínica Tavistock –que centralizaba estos tratamientos en Londres y era fuente constante de dimisiones y denuncias–. Francia impone un seguimiento de dos años antes de la medicación, y en un informe del Senado se califica la terapia afirmativa como «uno de los mayores escándalos éticos en la historia de la medicina». En este contexto, la Comunidad de Madrid reforma su ley Trans para incluir asistencia y aprobación psicológica a los menores que reclaman comenzar su consumo indefinido de hormonas. Como no votante del PP, aplaudo el acierto de la medida.

El aumento de los menores con disforia de género es indiscutible. Y, lamentablemente, estos jóvenes han tenido la desgracia de caer en las garras de las guerras culturales y políticas, convirtiéndose en armas arrojadizas entre famosos que lucen su progresismo de pacotilla, empresas que olfatean un suculento mercado, y, sobre todo, políticos que, desde la ignorancia total de los aspectos conceptuales y científicos del problema, miran de reojo a la cuenta de resultados electorales. Estamos ante un área de la medicina y la psicología que ha sido tomada al asalto por activistas políticos rebosantes de dogmas metafísicos exóticos y una afición desmesurada por usar el verbo «ser» sin predicado.

Hablan de patologización, pero no saben que ésta es ajena a la intervención psicológica. Hablan de sexo, pero no saben definir qué es una mujer. Confunden «terapia de conversión» con «terapia exploratoria», y llaman «terapia afirmativa» a la que busca convertir a chicas lesbianas en chicos heterosexuales y a chicos gays en chicas heterosexuales –¿no es esa la definición de la terapia de conversión?–. Las feministas han descubierto hace años el descomunal caballo de Troya que suponen para su movimiento. Las asociaciones de familias afectadas –en España, la excepcional Amanda– luchan con una dignidad y una sabiduría que el Defensor del Pueblo y alguna ministra no alcanzan a ver ni poniéndose de puntillas. El recurso a un órgano político no judicial, como es el TC, podrá entorpecer, pero no detendrá la corrección de errores en el abordaje de esta disforia en los menores que ya contemplamos en Europa. Dentro de pocos años nos costará creer que esta distopía ocurrió.

SOBRE EL AUTOR
José Errasti

Es profesor de Psicología en la Universidad de Oviedo

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