después, 'naide'
El cuento de la Lotería
El Sorteo de Navidad es un ejercicio de ilusión descabellada que acometemos colectivamente enloquecidos por un optimismo que no merece ser derrocado por los agoreros de la matemática. Que no vaya a tocarte lo hace aún más bello
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El cuento de la Lotería narra la historia de aquel 22 de diciembre de 1908, la mañana en la que la alegría madrugó en la casa de Hubert Banastier, ingeniero francés en las minas de pirita de San Platón en Almonaster la ... Real. «Es una niña», le dijeron, y acordaron ponerle Elena, pues era un nombre que podía pronunciarse tanto en francés como en español. Aristides, su tío, celebraba despreocupado el nacimiento de su primera sobrina con la conciencia histórica con la que las familias celebran la llegada del primer bebé de la siguiente generación.
En el jardín, hervidero de chicharras en el calor de las tardes, crecía una chumbera y en el salón sonaba un gramófono en el que pinchaban 'La Marseillaise' por las grandes ocasiones. Sobre las lomas de la Sierra extendían las jaras un leve vestido de lunares blancos. Aquellas flores secas acompañarían a Elena en su ataúd, 102 años después. Aún faltaban seis para que la desgracia rodeara a la familia y Aristides cayera muerto en las trincheras de la gran guerra en Ypres, en Bélgica, con una carta en el pecho en la que se despedía de su familia y en especial de su pequeña sobrina. En aquellos días, ella habría de enloquecer en visiones de los tanques de los alemanes entrando por la sierra de Huelva.
Pepe, su hermano pequeño, moriría años después en el Siam mientras escapaba de la persecución de los nazis a la familia de mi tía Sophie, pero aún no había sucedido nada de eso, y todo eran felicitaciones y la conciencia clarísima del futuro tan frágil y a la vez tan decidido que solo es capaz de concebirse en el nacimiento de un hijo. Esa misma mañana, en un revuelo de cigüeñas y de mimosas, a Hubert le tocó la Lotería de Navidad y compartió el premio con los trabajadores de la mina pues a él, decía, ese día ya le había tocado bastante.
Aquella casa es hoy un reguero de escombros perdidos entre la maleza, pero ese fue el cuento y en casa lo mentamos cada 22 de diciembre en recuerdo de las cosas buenas que suceden contra pronóstico y a favor de la maquinaria secreta del asombro. Que nazca una hija supondrá la mayor de las bendiciones que le puede conceder a uno la fortuna y hacerse rico de un golpe resulta una maniobra improbable de la suerte. Las dos cosas en el mismo día pueden resultar demasiado para la dicha que puede aceptar cualquier hombre.
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La Lotería de Navidad resulta de un ejercicio de ilusión descabellada que acometemos colectivamente enloquecidos por un optimismo que no merece ser derrocado por los agoreros de la matemática. Que no vaya a tocarte lo hace aún más bello. Si uno lo piensa, existir, esto es venir al mundo y perdurar en tiempo y forma para estar aquí y ahora, habiendo tantas probabilidades de que esto no pase o de que la vida se quiebre, compone un milagro aún más grande que el mayor de los Gordos. Existir te puede tocar. Por eso merecemos creer en la Lotería y en la vida pese a los disgustos, a la muerte y a que las botellas de cava siempre las abran los demás, y está bien que así sea. Vivir y amar es creer en lo improbable porque sabemos que sucede.
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