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El «romance» de don Ramón Menéndez Pidal

SI uno supiera hacer versos, a lo mejor caía en la tentación de probar a escribir aquí un romance. Pero «uno» no sabe... Lo diré en prosa: el «romance» sería el de don Ramón Menéndez Pidal, el preclaro varón de la barba bellida que pasó el casi siglo de su vida buscando el alma de España entre códices de catedrales y monasterios, cartularios de abadías, «libros becerro», crónicas y poemas antiguos: pero, sobre todo, en el sentir y el habla de las gentes, en sus «decires», sus diversos vocabularios y acentos, su «román paladino», sus cantares y coplas; la viva tradición hablada de los recuerdos históricos o las leyendas imaginadas; la tradición, en fin, transmitida siglo a siglo, generación tras generación.

Don Ramón Menéndez Pidal, en la pesquisa afanosa por los innúmeros caminos de España, embebido en el silencio de una biblioteca ante la vitela dorada de un códice, o al aire de las sierras casi inéditas, al borde de una alta majada en donde un pastor, digno de una égloga de Virgilio, le recita un romance antiguo que el sabio va copiando en un cuadernillo, merecería un romance él mismo, el «romance de don Ramón», que contara la historia de este español esclarecido que tan esforzadamente trabajó para iluminar el ser y el pasado de todos nosotros.

He pensado en ello al tener en mis manos un libro extraordinario, en dos tomos, titulado «El Archivo del Romancero. Patrimonio de la Humanidad. Historia documentada de un siglo de Historia». Su autor es Diego Catalán y Menéndez Pidal, nieto de don Ramón. Diego Catalán, desde su primera juventud, en los años 40 del siglo XX, cuando ya don Ramón empezaba a reducir sus propios y arduos viajes, se transformó, en numerosas ocasiones acompañado por su primo Álvaro Galmés de Fuentes, en el indispensable seguidor de su abuelo, explorador como él de todas las tierras que guardaran huellas vivas del Romancero. Anduvieron los dos primos, unos muchachos casi adolescentes, los caminos que el patriarca -que era ya un setentón, aunque todavía lleno de ánimos y todavía moviéndose por doquier- les señalaba, o que ellos descubrían, en busca de los testimonios hablados de aquel tesoro, patrimonio oral de la Humanidad, que don Ramón estaba descubriendo y rescatando. Ello ha convertido a Diego Catalán en testigo, y en parte actor, de la gran exploración filológica e histórica que su abuelo emprendió cuando empezaba el siglo XX.

Pero volvamos a don Ramón, caminante. En la portada del primer tomo del libro mencionado hay una fotografía sorprendente, casi increíble para un joven lector de hoy. Aparece don Ramón, andando por un camino cualquiera de España -esos caminos que tan bien ha estudiado su hijo Gonzalo, sabio historiador-. Es un solitario camino de tierra, con un bosque al fondo, que parece de encinas, en quién sabe qué rincón de la España honda. Don Ramón avanza, vestido con un traje completo, corbata al cuello, tocado con sombrero muy urbano, apoyado en un bastoncillo campero y llevando al brazo una capa, tal vez en previsión de fríos. A su lado camina doña María Goyri, su esposa: vestida de oscuro hasta los pies, bien encorsetada, sombrerito de moda, bastón también, y, ceñida al torso y anudada al costado, una manta que parece escocesa. El matrimonio Menéndez Pidal está viajando por España a pie, metido en una de las soledades de nuestro país, en busca de romances antiguos de los que aún recitan las gentes de la tierra. Esta escena ocurría hace cien años. Se necesitaba mucho amor al país y a su historia, mucha avidez intelectual, mucho valor y resistencia física, mucha pasión por la cultura y las cosas del espíritu, para andar de esa guisa por los senderos de «la espléndida y áspera España». Para lanzarse así, en busca del romance de «Gerineldo» o el del «Conde Olinos».

Cuando don Ramón descubrió, a finales del siglo XIX y en el seno de su propia familia asturiana, una colección de romances populares de la región copiados de la viva voz, comprendió que el tesoro de la poesía popular no se guardaba solamente por escrito sino que se conservaba también en la memoria de las gentes, y se transmitía oralmente. Allí estaban trozos de historia o de leyenda, sentimientos, normas de conducta, ideas morales... En fin, quizás lo que Unamuno llamó la «intrahistoria», la vida íntima, familiar, comunal. Por eso se lanzó Menéndez Pidal a la recuperación del tesoro. Viajó «por montes y collados», interrogando, conversando, tomando versos de viva voz en su cuaderno. Entusiasmó a muchos por la tarea y, además de visitar tierras no solo de España sino de Europa, Asia, África y América, organizó una red de admirables colaboradores que eran familiares o amigos y que le enviaban, desde todos los rincones en donde se conservaban las hablas hispánicas, textos variados de romances castellanos, gallegos, catalanes; romances sefardíes que le venían de los Balcanes, de Oriente, del norte de África, sobre todo, Marruecos; romances de Hispanoamérica que a veces parecían «corridos» mexicanos pero cuya raíz era española. Versiones variadas del mismo tema, que cambiaban según las épocas y las regiones pero cuya «médula» era la misma; romances que venían desde la Edad Media española habiendo pasado por la judería de Salónica o la de Estambul o Tetuán; o por América. Todo esto se iba copiando, primero de la viva voz, luego en fichas ordenadas que se guardaban en el «sancta sanctorum» de Menéndez Pidal, que era su casa de la Cuesta del Zarzal, en medio de un olivar de Chamartín de la Rosa, Madrid.

Ha pasado un siglo sobre los primeros documentos de ese tesoro, milagrosamente preservado a través de mil avatares. Los hijos de don Ramón le acompañaron siempre y le ayudaron fielmente a guardarlo; sobre todo, Jimena, la admirable mujer, madre de Diego Catalán, que tanto dedicó de su vida a la obra del padre y a la propia obra de ella misma, como incomparable educadora de juventudes. Y cuando don Ramón faltó, Diego, el nieto, heredero del «Archivo», puso su empeño tenaz, a prueba de sinsabores, esperanzas, alegrías y alguna desilusión, en el enriquecimiento y defensa del tesoro; y en contarlo en ese gran libro que es como el acta notarial, minuciosa y ceñida, de la forma en que se juntó el tesoro y fueron publicándose los tomos de los romances que hace cien años, su abuelo peregrino comenzó a reunir. Pasión de tres generaciones.

(Desde hace años se usa en el idioma español cotidiano -al menos, en España- la palabra «saga» con una acepción muy distinta de la original. Como es sabido, una «saga» es una leyenda poética escandinava, pero aquí, por influencia de una novela moderna y una película, se ha transformado en otra cosa: una familia de varias generaciones o el relato novelesco de la misma. Así lo ha aceptado el diccionario de nuestra Real Academia Española. Pues bien, resulta que en este caso de la historia del «Romancero» podemos usar ya las dos acepciones. La obra de don Ramón y los suyos es un gran poema, y esa ilustre familia merece el verso y la denominación de «saga» como las que se dedicaban a los héroes nórdicos).

Ahora, Diego Catalán ya no es el muchacho que trepaba por los montes en busca de pastores y ancianos recitadores, con su primo Álvaro o, más tarde, con sus discípulos y colaboradores. Ahora es un señor catedrático que lleva, como su abuelo, una florida barba y que ha escrito en prosa clara y rigurosa, algo que a mí me parece que podría ser un «romance» casi épico. ¿Cómo empezaría? Tentado estuve de escribirlo así: «Estaba don Ramón leyendo,/ debajo de una verde encina...» Pero no; dejémoslo en esta modesta prosa, homenaje al patriarca y a su dinastía.

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