LAPISABIEN
Malasaña, tan suya
Fue en ese barrio donde empecé a convertirme en fotógrafo en seco de la ciudad
Julio madridea
Malasaña, regada, tiene otro color, otro perfume, otra temperatura. Hay una hora en que el bullicio foráneo de la Gran Vía decae, y es ahí, justo ahí, cuando, como en un efecto de naipes, se asordina un poco la calle de Fuencarral ... .
Siguen encendidos los letreros comerciales, las luces de ciudad no paran, pero existe ese momento de calma, y recuerdo que había un banco donde me sentaba a ir tratando de repensar Madrid e irme trayendo el gusano esquivo del sueño.
Malasaña abría las whiskerías, y yo me abría hacia la cama. Yo a Malasaña, más allá de los mapas, la entiendo como concepto.
Tengo clavada la plaza del Dos de Mayo en la parte que me queda del alma, aquellas noches en que la miasma se presentía y se evitaba, y es que era viernes y uno, a esa hora, no iba a ir a sacarle los defectos a la ciudad.
Me acoplaba en una mesa, miraba el personal habitual, el de paso. Ahí empecé a convertirme en un fotógrafo en seco de la ciudad.
De día Malasaña es otra cosa, más urbana si se quiere. De noche hay un árbol que huele a jazmín, creo que por la plaza de San Ildefonso, donde pastorea el padre Pedro Luis a su parroquia, tan dispar pero tan fiel.
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Malasaña me evoca, también, los rodajes con nieve falsa en pleno agosto y abrigos para conquistar el ártico. Aquellos entonces tenía un patinete sin motor, y daba vertiginosos paseos, circulares o rectos, dependiendo. Lo más parecido a unas vacaciones en Roma.
Es una zona entre bohemia y capitalista en la que parece que la ciudad se recoge un poco de las prisas. No le guardo un mal sabor a Malasaña. Deberé pasearla otra vez, con otros ojos. Tapándome y protegiéndome de la Gran Vía.
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