Crítica de:
'Salvaje España': Ángel Antonio Herrera y la religión del estilo
«El autor es un antropólogo lírico, no tanto disfrutón, que también, como disfrutado, y desde ese hedonismo mira el mundo y lo perfila»
Ángel Antonio Herrera: «'Sálvame' desapareció de la televisión y se ha trasladado al Congreso»

Un país es una selva, o mejor, una fauna, sobre todo a ciertas horas y no solo en el Congreso. Ángel Antonio Herrera (Albacete, 1964) lleva décadas retratando al personal como un Félix Rodríguez de la Fuente de lo moderno, de lo urbano, de lo ... nuestro: es un antropólogo lírico, no tanto disfrutón, que también, como disfrutado, y desde ese hedonismo mira el mundo y lo perfila. Él, digamos, no agarra la serpiente con las dos manos para enseñarle sus fauces a la cámara, sino que la ve venir por el rabillo del ojo, y al apartarse, como en un pase taurino, nos deja una columna, una intuición de hombre. Ahora el poeta (siempre lo es) publica 'Salvaje España' (Plaza y Janés), un libro que reúne artículos y apuestas y que viene a ser, en su conjunto, un mosaico de actualidades con vocación de presente: esto somos, aquí estamos, allí vamos, tal vez, quién sabe.
Herrera milita en la religión del estilo, que no es de domingos sino de sábados. No le duele España, pero sí que los españoles hayamos dejado de decir «cainismo» para repetir «polarización». «Es la invención verbal de lo que ya existe», lamenta, escogiendo las batallas que merece la pena librar. Él sabe que un escritor es su mirada, y que un articulista se debe a la magia del relámpago, a la urgencia del calambre, porque hay verdades a las que solo se llega por aliteración (somos «una sociedad que piensa poco y posa mucho», sentencia, y luego titula una de las secciones de este muestrario «Cháchara y chachachá») o por metáfora o por chiste o por vértigo al vuelo sin motor que practicaba Ruano, al que también glosa: no se trata de escribir sin ideas, sino de prescindir del esquema previo para entregarse a la aventura del idioma, a la fricción de palabras. Es así como se hace el fuego, aunque hay que asumir el riesgo de incendio. Pero es que opinar es arriesgar.
Como en 'Las meninas', a fuerza de mirar el autor se autorretrata. Va a un concierto de Sabina y nota que allí ya solo canta el público, que el artista es un recibidor, y los Rolling ya no son salvajes sino caballeros. La ciudad, aventura, tiene ahora la «obligación de parecerse a la ciudad inventada de las redes», y la nueva policía de la moral quiere imponer «una sensibilidad sin bibliotecas»: eso es la tiranía. El Parlamento, suelta, ha sustituido a 'Sálvame', aunque nos falta por saber, ay, quién sustituirá al Parlamento. De momento, él se divierte con Pam, Koldo, Puigdemont, Irene Montero, Yolanda Díaz y demás viejas glorias de las que alguien tiene que dejar constancia antes del nuevo cambio de opinión de la democracia. En fin, él señala lo que está y lo que falta, lo perdido, los derrapes del moderneo y el posmoderneo, los excesos, y ante la tentación de la melancolía siempre resucita el asombro: Rosalía («una folclórica al revés») , C Tangana («tiene en su interior algo del villancico inverso de los perdidos»), Miley Cyrus («igual, si la prohíben, nos gusta más todavía»). Hay algo agridulce en su humor, un amago de nostalgia, como si intuyera que la fiesta se está acabando, pero también que en algún lugar está empezando otra.
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