Perdigones de plata
Mineros de salón
No importan las razones, la lógica, la autocrítica o la sensatez. Ante un marrón, la culpa es siempre del otro
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Yolanda Díaz manejando ese tamiz de rejilla en alarde de genuflexión playera quizá pretendía, en versión minero de diseño, emular los buscadores de oro de Jack London en aquel friolento Klondike. Sospeché que, en caso de recolectar un buen número de bolitas plastificadas, igual ... se arrancaba con un alegre baile como el de Walter Huston en 'El tesoro de sierra Madre' cuando chocan contra la veta definitiva. No fue así. El postureo es lo que tiene, su artificio sólo sirve para la fugacidad de las fotografías y eso impide exploraciones de mayor calado.
Cuando extraviamos la elegancia perdimos el chispazo especial y por eso algunos mutaron en tiñosos acusicas agazapados en la rebotica del resentimiento, en delatores seudofordianos porque carecen de la poesía que inyectaba Ford al asunto, en comadres de dentadura enlutada y lengua venenosa. Y entonces fue cuando aprendimos a echarle la culpa al otro, siempre al otro. No importan las razones, la lógica, la autocrítica, la sensatez, la cruda realidad o cierta nobleza en los actos. Ante un marrón, la culpa es siempre del otro. Las playas ensuciadas como elemento para la pelea adquieren consistencia espesa de chapapote o aliento de minúsculos perdigones de goma que mancillan la arena. Limpiar el manto arenoso parece esforzada tarea en bucle como lo del tapiz de Penélope. Mientras tanto, los dos grandes de nuestra corrala se acusan del desacato y uno ni sabe ni quiere saber, alcanzado ese punto infantil de chivatazos en el patio del cole, quien tiene la culpa. Si imperase la normalidad, si nuestros amados gerifaltes pensasen en el bien común, unirían sus fuerzas al instante bajo la misma bandera para desfacer el entuerto de la manera más rápida posible. Y una vez higienizadas las playas, solucionada la pureza del paraje y ventiladas las basuras, podrían iniciar su constante combate buscando el dichoso y monstruoso culpable. Perdimos la elegancia y entonces nos instalamos en el terreno de las mentiras porque ese, y no otro, representa el refugio del mediocre.
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