UNA RAYA EN EL AGUA
Tiempazo
Este enero africano no es dulce, ni benigno, ni grato. Es una emergencia, una crisis hídrica de perfiles dramáticos
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En días de enero con media España a casi treinta grados resulta irritante oír a muchos urbanitas hablar de «tiempazo». Lo es, desde luego, para escapar a la playa o al campo, pasear por los parques, tomar el sol en las terrazas y demás ritos ... de esparcimiento ciudadano. Sin chaparrones, sin frío, sin heladas, sin inclemencias intempestivas ni rigores ingratos: días propicios para cargar el cuerpo de vitamina B saliendo a la calle en atuendo desahogado. Pero llamar «buen tiempo» a este invierno africano revela una grave ignorancia climatológica, económica e hídrica, una superficial mentalidad de turistas indiferentes a la gravedad de la sequía, incluso a las necesidades de consumo que en muchos lugares van a verse bien pronto sometidas a medidas restrictivas, como ya lo están en numerosos puntos de Cataluña, Levante o Andalucía. Los embalses casi vacíos, los humedales agostados, los cultivos sin regar y las poblaciones con el suministro limitado dibujan una realidad bien distinta. La de un país cuyas condiciones de vida peligran porque la autonomía de recursos hidrológicos no forma parte de las prioridades políticas.
No, esto no es un tiempo dulce, ni acogedor, ni grato. Es una emergencia nacional, una situación crítica, un período dramático. Una catástrofe de impacto en la normalidad urbana y en los sectores primarios. Y no va a ser cuestión de unas semanas; los modelos meteorológicos apuntan a un febrero seco y cálido, a una primavera escasa de precipitaciones y a un verano abrasivo, incendiario. Ya no es momento de debates sobre el cambio climático ni sobre la idoneidad de su conversión en dogma contemporáneo; quede eso para adoradores de fetiches ideológicos y combatientes de guerras culturales entre apocalípticos e integrados. Ahora se trata de constatar la evidencia de un problema que en amplias zonas de la Península está alcanzando o se aproxima al nivel objetivo de colapso. Y es tarde para arreglarlo.
Porque sucede que, en una nación de ciclos áridos recurrentes, los Gobiernos nunca han tomado esta cuestión en serio. Que casi nadie se ha preocupado de las infraestructuras del agua porque requieren alta inversión y sus plazos rebasan los términos de un mandato institucional medio. Que el marco legislativo, propio y europeo, pone demasiadas trabas y no existe voluntad ni esfuerzo para insistir en sacar adelante los proyectos. Que los pantanos están mal vistos, los trasvases desencadenan conflictos territoriales y las desaladoras ofrecen un balance polémico entre sus beneficios y su precio. Y, por supuesto, que la dirigencia pública carece de pensamiento estratégico y prefiere creer que al final siempre acaba lloviendo. Así que una vez más estamos, como el hombre casinario de Machado, mirando con ojo inquieto al cielo. Pero deberíamos tener claro al menos que este calor invernizo puede ser cualquier cosa excepto buen tiempo.
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