LA TERCERA
Soy de los culpables
«La situación actual no es sostenible. Con la exclusión del partido más votado, la falta de respeto a la diversidad de opiniones, la influencia injustificable de partidos muy minoritarios y el rechazo al diálogo por los que piensan que pueden controlar el Estado sin hacer caso a más o menos la mitad del país, todas son circunstancias que recuerdan de mal agüero a las dos Españas de los años treinta»
Kissinger (1923-2023) (1/12/2023)
Pensionista... y de Bilbao (30/11/20239

Soy de los culpables. En los ochenta del siglo pasado escribí artículos ensalzando la nueva Constitución española como modélica no sólo para España, sino para Europa. El concepto de autonomía flexible y ajustada a las tradiciones y necesidades de distintas regiones me pareció admirable. ... Esperaba una vuelta a aquella «unidad diversa y diversidad unificada» que a mí siempre me parecía que era la esencia de España.
No hubiera podido estar más equivocado.
La autonomía, en ciertas zonas del país, se ha convertido en un monstruo o uno de esos carros gigantes de los desfiles de dioses hindúes que aplastan todo lo que les viene delante –los individuos, los derechos, la igualdad, la decencia, la justicia, las leyes, la responsabilidad cívica. La catástrofe constitucional que nos afrenta es la consecuencia de los defectos de la misma Constitución, que premia desproporcionadamente a algunos partidos regionales en las elecciones generales, sin garantizar al partido más votado la oportunidad de intentar formar un gobierno minoritario.
Ya vemos la desgracia que resulta: unos baroncitos de partidos que ni alcanzan la aprobación de una mayoría de los votantes de sus propias regiones dictan al resto del país no sólo la composición del Gobierno sino también unas medidas inicuas que socavan el Estado de derecho y la separación de poderes. Yo, desde luego, quisiera indultar a los criminales del maldito referéndum, porque su ofensa me parece desdeñable y poco digna de castigarse. Pero no en estas circunstancias: la misericordia es una virtud cuando se muestra libremente; la amnistía es un vicio cuando responde al chantaje.
Antes de buscar la solución, hay que reconocer la complejidad del problema. La desilusión que erosiona mi fe en la Constitución no es sólo un fenómeno español, sino una circunstancia que, 'mutatis mutandis', está afectando y envenenando el mundo entero. Todas las ilusiones del final del siglo pasado ya parecen un engaño. Los que esperábamos el triunfo mundial de la democracia, el internacionalismo y el ocaso de las manías que habían ensangrentado las calles y trincheras del siglo veinte, quedamos asombrados ante la vuelta a los nacionalismos cerriles, los odios repugnantes a personas de tal o cual etnia o religión, el racismo, la violencia como lema o meta de organizaciones políticas. La razón cede ante el odio, la sabiduría ante los algoritmos, la verdad ante las mentiras que, por lo visto, son más fáciles de divulgar. Me he convertido en un viejo pesimista. Pero la vejez y 0 pesimismo son, desgraciadamente, ingredientes de la sabiduría.
Lo más grave –el reto más inquietante– es el avance aparentemente implacable de la inadmisibilidad del diálogo civilizado. En lugar de respetar las culturas ajenas o minoritarias, sus opositores claman por cancelarlas, derribar sus lugares de memoria, cegar sus ópticas y suprimir sus puntos de vista. La red se forma de guetos virtuales, donde mentalidades inmovilistas y encerradas se estimulan hacia el extremismo. ¿No te gusta que exista un Israel o una Ucrania o una Gaza? Entiérralos debajo de una pila de cadáveres. ¿No te gusta tal o cual postura académica o tal o cual libro? Bórralos de los planes de estudio, exclúyelos de la biblioteca o termina quemándolos. ¿Te fastidia algún héroe de un pasado que no comprendes? Destruye u oculta sus monumentos. ¿No admites el argumento de un conciudadano? Ni lo escuches.
En España, el rechazo al diálogo es curiosamente selectivo. El Gobierno se acurruca calurosamente con separatistas y extremistas de izquierda, pero no está dispuesto a colaborar con la derecha civilizada. El fenómeno se repite en otros países. En Estados Unidos un número reducidísimo de diputados de extrema derecha ha paralizado el Congreso para insistir en su propio programa. Los pocos nacionalistas del Congreso de los Diputados español siguen el mismo patrón, con igual desprecio al interés público del país. En el Reino Unido, pasó algo similar con el Brexit, a pesar de que en aquel momento la mayoría en el Parlamento británico hubiera preferido mantener la unión con Europa o adoptar un curso medio aceptable para todos. En toda Europa, casi todos los partidos históricos del centro, que forman parte del EPP en Bruselas y Estrasburgo han perdido votos y escaños en elecciones nacionales recientes. En algunos casos están cerca de desaparecer o ya han desaparecido. Los puentes entre derecha e izquierda se están hundiendo.
La conclusión es indeseable pero ineludible. Hay que reformar las constituciones, a pesar de que sean veneradas –como en el caso de Estados Unidos, donde la gente se enorgullece por el hecho de que la Constitución de 1787 sigue vigente hasta el día de hoy– o queridas, como lo es la española para los de mi generación que la vimos en su momento como la salvación del país y la muestra de su vuelta a la normalidad europea; incluso si son místicas, como la inglesa, que por no hallarse escrita en ningún documento parece ser casi metafísica o espiritual. Pero aun las doctrinas más sagradas deben desarrollarse y reformularse de vez en cuando.
En Estados Unidos, la reforma precisa será permitir el acceso a las elecciones primarias a todos votantes en lugar de limitarlas a los fieles de los partidos, que suelen contagiarse de emoción con las expresiones más contundentes de sus líderes. En los países europeos: aumentar el porcentaje de votos necesarios para alcanzar un escaño parlamentario. Así los partidos extremistas dejarán de ejercer en la política nacional un peso que no les corresponde por el nivel de su apoyo popular, vendiendo sus votos en el Congreso a precios elevados. En España tres cambios más se recomiendan: (1) para reforzar el Estado de derecho, prohibir que la legislatura revoque los veredictos de los tribunales. Se dirá que los jueces no se eligen democráticamente, pero dejar la soberanía íntegra en manos de minorías sobrerrepresentadas en el Congreso es un peligro democráticamente inaceptable; (2) insistir en que el partido más votado forme el Gobierno, perdonando al Rey esa farsa de convocar consultas que los intransigentes ni respetan; y (3) aumentar el papel del Senado, que no representa a la población pero que sí en un sentido más amplio representa al país.
La situación actual, desde luego, no es sostenible. Con la exclusión del partido más votado, la falta de respeto a la diversidad de opiniones, la influencia injustificable de partidos muy minoritarios, y el rechazo al diálogo por los que piensan que pueden controlar el Estado sin hacer caso a más o menos la mitad del país, todas son circunstancias que recuerdan de mal agüero a las dos Españas de los años treinta. ¡Que no seamos de los que, olvidándose de su historia, se condenan a repetirla!
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