El tormento de Oppenheimer tras la bomba atómica: «¡Joder, es que amo este país!»
Nadie sabe muy bien por qué Estados Unidos eligió a un científico sin experiencia para un proyecto de 2.200 millones de dólares que empleó a 500.000 personas y por qué, tras convertirlo en un héroe, lo defenestró como un peligro para la seguridad nacional

Princeton, 25 de febrero de 1967. Pese al temporal de frío y nieve que azotaba el noreste de Estados Unidos, más de seiscientos amigos y colegas se reunieron en la universidad para recordar a Robert Oppenheimer. El científico había muerto una semana antes. Entre ellos había políticos, generales del Ejército, poetas, novelistas famosos, compositores de renombre, científicos respetados e, incluso, un buen número de premios Pulitzer y Nobel. Hasta la hija de Albert Einstein, Margot, hizo acto de presencia para honrar al hombre que había sido el jefe de su padre en el Instituto de Estudios Avanzados.
Todos coincidían en que 'Oppie', como le llamaban cariñosamente algunos de los presentes, había sido un gran físico, el hombre que en 1945 se había convertido en el «padre» de la bomba atómica y, sobre todo, en el símbolo del científico al servicio del pueblo. Lamentaban con profunda amargura que, nueve años después de aquel hito que cambió la historia de la humanidad y que precipitó la victoria de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno del presidente republicano Dwight D. Eisenhower le hubiera defenestrado y declarado enemigo público número uno de la seguridad nacional.
Toda aquella élite cultural, científica y política se preguntaba por qué precisamente Oppenheimer –al que el director Christopher Nolan ha definido como «la persona más importante que jamás haya existido» durante la promoción de su película sobre este físico nuclear– se había convertido en la víctima más destacada de la cruzada anticomunista estadounidense. Nada menos que el científico que había dirigido el Laboratorio Nacional de Los Álamos dentro del Proyecto Manhattan, en el que se diseñaron las bombas nucleares que se lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki.
Oppenheimer fue víctima de su cuestionamiento moral, de su sentimiento de culpabilidad y de su propaganda posterior contra las bombas atómicas, porque se sentía responsable de haber diseñado el arma más destructiva de la historia. No podía soportarlo. Para que se hagan una idea de las dimensiones de su 'hazaña', por la cual fue encumbrado como héroe nacional, el primer artefacto elevó la temperatura de Hiroshima en nada menos que un millón de grados centígrados y, en apenas unos segundos, mató a entre 60.000 y 80.000 japoneses e hirió a más de 70.000.
La superviviente
Como recordaba una de las supervivientes, Mori-san, en 'Hiroshima: Testimonios de los últimos supervivientes' (Kailas, 2023), del ex corresponsal Agustín Rivera: «Algunas personas caían al río y se ahogaban. En el agua flotaban muchos cadáveres. Olían a muerto, como si fueran pescado podrido. Todavía veo el color negro de los cuerpos descompuestos. La poca gente que había en la calle tenía la espalda carbonizada y de los cadáveres putrefactos salían gusanos. Los heridos caminaban en silencio».
El científico más célebre del planeta, cuya cara había aparecido en las revistas 'Time' y 'Life', se reunió entonces con Harry S. Truman tras la guerra y fue sincero: «Señor presidente, tengo las manos manchadas de sangre». Inició entonces una campaña pública para fomentar el control de las bombas atómicas e impartió una serie de conferencias por toda Europa en las que repetía: «Es un arma para agresores. Sus elementos de terror son intrínsecos». Según reveló su secretaria años después, Oppenheimer se lamentaba una y otra vez por la muerte de «toda aquella pobre gente».
Sin embargo, lo que realmente sacó de sus casillas a Truman fue su crítica frontal a la creación de la bomba de hidrógeno con la que el presidente de Estados Unidos quería mantener a raya a la Unión Soviética. El entonces director del FBI, J. Edgar Hoover, y el presidente de la Comisión de Energía Atómica, Lewis Strauss, comenzaron una caza de brujas contra él, hasta que le acusaron de espía por su pasado político comunista y le arrebataron su pase de seguridad de Los Alamos.
«Un juicio de patanes»
«Fue una farsa, un juicio de patanes en el que le humillaron personal y profesionalmente. Le condenaron para quitárselo de en medio por haber llamado al control del armamento atómico tras las bombas de Hiroshima y Nagasaki», comentaba hace poco a ABC Kai Bird, que en 2006 publicó, junto al historiador Martin J. Sherwin, la biografía 'Prometeo americano. El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer' (Debate), galardonada con el Premio Pulitzer. «Es cierto que dio dinero al partido, que asistió a manifestaciones contra la segregación en las piscinas públicas y que consiguió que se enviara una ambulancia a la República española durante la Guerra Civil, pero no fue un rojo, fue, como mucho, un rosa», añadía.
Él tampoco ayudó, porque en el cuestionario de seguridad que tuvo que rellenar para unirse al Proyecto Manhattan, escribió que había sido «miembro de casi todas las organizaciones del Frente Comunista en la costa oeste de Estados Unidos». Luego se excusó diciendo que había exagerado en broma, pero lo cierto es que tenía algunos vínculos con el comunismo en su entorno. El Laboratorio de Radiación de Berkeley, donde trabajó cuando era un joven físico, por ejemplo, era un semillero de pensamiento de la izquierda radical. Uno de sus mejores amigos de aquellos años, Haakon Chevalier, tenía vínculos con la inteligencia soviética y se cree que lo intentó reclutar como espía, pero nunca se llegó a demostrar ni siquiera que estuviera cerca de conseguirlo. Y, además, su primera esposa, Kitty Puening, con la que estuvo casado hasta 1940, era comunista.
La acusación se basó en un informe de más de 8.000 páginas que, desde 1940, había elaborado la policía secreta de Estados Unidos en su contra, mediante escuchas ilegales. El proceso contra Oppenheimer comenzó en 1953. «No puedo creerme lo que me está pasando», exclamó mientras miraba por la ventanilla del coche que lo llevaba a toda prisa a Georgetown, Washington D.C., a casa de su abogado, en las Navidades de ese mismo año. Strauss le acababa de enviar una carta en la que se le informaban de que, tras volver a revisar su historial y sus filiaciones políticas, se lo declaraba una amenaza para la seguridad nacional. En ella se enumeraban 34 cargos que iban desde lo absurdo («consta que en 1940 usted figuraba como contribuyente de los Amigos del Pueblo Chino») hasta lo político («desde el otoño de 1949 en adelante mostró una fuerte oposición al desarrollo de la bomba de hidrógeno»).

El extraño elegido
Lo surrealista del caso de Oppenheimer es por qué Estados Unidos eligió para un proyecto de semejante envergadura a un científico desconocido, que no había liderado nunca a un equipo de profesionales, que había estado bajo tratamiento psiquiátrico poco antes y al que, además, habían investigado desde 1940 por su supuesto pasado comunista. Una pregunta cuya respuesta sigue rodeada de misterio y escapa a toda lógica. No tenía ningún sentido que él fuera el elegido entre tantos científicos brillantes, sobre todo a la luz de las gigantescas cifras del mayor proyecto armamentístico de la historia del país.
A lo largo de los cinco años que estuvo en funcionamiento, entre 1942 y 1947, por el Proyecto Manhattan pasaron nada menos que medio millón de trabajadores. En su máximo apogeo tuvo 125.000 empleados. Además, costó 2.200 millones de dólares, el equivalente a entre 30.000 y 50.000 millones de dólares en la actualidad, es decir, entre seis y diez veces el coste del Gran Colisionador de Hadrones.
Pero la caza fue tal que hasta tuvo que soportar cómo hacían público delante de su mujer que había mantenido varios encuentros sexuales con una mujer llamada Jean Tatlock después de casarse. La humillación personal y profesional fue tal que sus amigos más cercanos le aconsejaron que se marchase del país. Su respuesta fue clara: «¡Joder, es que amo este país!». Y al final pasó lo que toda la nación esperaba: se le arrebataron sus privilegios y quedó señalado para siempre, aunque nunca fue encarcelado por ningún delito.
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