La pesadilla de Vargas Llosa con un Testigo de Jehová
El Nobel de Literatura contó en una Tercera de ABC su propia experiencia ante la tenaz insistencia de un miembro para adoctrinarle
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Testigos de Jehová, una vida dirigida: cuáles son sus creencias y qué conductas tienen prohibidas

Ocurrió a mediados de 1962, según contó el propio Mario Vargas Llosa en una Tercera de ABC publicada años después, el 16 de junio de 1979. Por aquel entonces, el escritor de origen peruano aún no había publicado ni su primera novela 'La ciudad ... y los perros', que vería la luz un año después, y aún faltaban décadas para que fuera galardonado con el Nobel de Literatura. En 1962, solo había llegado a las librerías 'Los Jefes', una colección de cuentos que le valió el premio Leopoldo Arias.
Los testigos de Jehová contaban, sin embargo, con un largo recorrido de divulgación puerta a puerta. La organización fundada en 1879 por Charles Taze Russell, un economista estadounidense criado en el protestantismo y editor de 'La Atalaya', había cambiado en 1931 su nombre original de 'Estudiantes de la Biblia' por el de Testigos de Jehová bajo la presidencia del juez Rutheford y a partir de la década de 1940 se había lanzado a la vasta y tenaz divulgación de sus ideas a través del contacto personal y la propaganda pública callejera, tal como relató el antropólogo argentino Walter Alberto Calzato en un estudio publicado en 2006 en la 'Gazeta de Antropología'.
Vargas Llosa vivió en sus propias carnes esa tenacidad de los Testigos de Jehová. Hasta tal punto que llegó a dar «instrucciones precisas de que si alguien comparece ofreciendo la revista 'Despierte' se le suelten los perros». Y sin embargo, lustros después se preguntaba en su artículo 'El testigo' si de veras logró quitárselo de encima.
El Testigo
«Ocurrió a mediados de 1962. en París. Yo vivía en un altillo de la rue de Tournon, sobre un departamento ilustre (lo había ocupado Gerard Phillipe, actor tan riguroso que el antiguo inquilino, el crítico de arte Damián Bayon, lo había oído alguna vez ensayar toda una tarde un solo parlamento del 'Cid', de Corneille). Una mañana tocaron la puerta y al abrir me encontré con un hombre respetuoso que, con la mayor delicadeza, me ofreció una revista. La vendía de casa en casa; se llamaba 'Réveille-Toi!' y costaba apenas cien francos antiguos. Compré un ejemplar por cortesía; al descubrir que era religiosa y proselitista la eché al basurero y me olvidé del vendedor. Así comenzó la pesadilla que duraría un año.
La puerta volvió a sonar tres o cuatro días más tarde y otra vez se dibujó en el dintel la silueta del hombre respetuoso. No venía a vender nada sino a hacerme una pregunta: ¿Había leído 'Reveille-Toi!'? Mi respuesta negativa no pareció sorprenderlo. Con timidez inquirió si podía pasar cinco minutos, tomados por reloj, a explicarme qué era y qué se proponía la revista 'con nombre de despertador' (la broma era suya). Por una debilidad de la que me arrepentiría cien veces consentí. En efecto, apenas se quedó los minutos suficientes para presentarse como un testigo de Jehová: ¿Sabía yo algo de ellos? Le dije que muy poco, que había oído que no toleraban las transfusiones de sangre ni el servicio militar y que se bautizaban zambulléndose vestidos en las piscinas. Celebró mi respuesta como si hubiera dicho la cosa más ingeniosa del mundo y se despidió, excusándose por haberme quitado el tiempo. Antes de partir murmuró, avergonzado de su audacia, que, siempre que yo no tuviera inconveniente, pasaría cualquier día para que conversáramos de cosas interesantes.
Así comenzó y así fue durando hasta darme la terrible impresión de que no tenía más alternativas, para librarme de él, que matarlo o convertirme. Porque no era posible impedirle la entrada o echarlo. Su corrección, sus maneras suaves me producían unos remordimientos anticipados que me prohibían cerrarte la puerta en las narices. Cuando descubrí que esa delicadeza era una vulgar estrategia era tarde. Ya se había creado entre nosotros una especie de vínculo que, desde el odio y pánico que me inspiraba, yo comprendía que se iba reforzando, volviendo cada día más irrompible. Las primeras veces lo dejaba entrar engañándome a mí mismo con el cuento de que me divertiría un rato escuchándolo y que luego lo despediría.
Es verdad que algunas de las conversaciones (él llamaba así a sus monólogos catequísticos) eran entretenidas y que sus demostraciones podían alcanzar unos extremos de erudición curiosos y hasta fascinantes. Recuerdo, por ejemplo, las citas bíblicas infinitas que enumeró de memoria, y, estoy seguro, sin equivocarse en una letra, para probar que Jesús no había muerto clavado en una cruz sino en un árbol, asunto al que él concedía una importancia capital. También recuerdo las extraordinarias precauciones que tomó para hacerme saber, en un estadio avanzado de mi educación, que el infierno no existía y su sorpresa al notar que esta ausencia no me entristecía y más bien me aliviaba. También conservo, como un recuerdo ameno, la prédica en que me comunicó uno de los postulados atrevidos de su fe: la inexistencia de la vida eterna, la convicción de que la muerte puede significar extinción total. Pero estos episodios, capaces de atizar la fantasía o de provocar terror o felicidad en el catecúmeno, eran gotas de agua en la sofocante aridez de la mayoría de las sesiones.
Cuando el aburrimiento vencía cierto límite yo hacía de abogado del diablo, es decir, del Papa. Roma, los católicos, el Vicario de Cristo eran los únicos asuntos que alteraban la serenidad monolítica de mi evangelizador. Yo lo provocaba con argumentos viles, numéricos. ¿Cuántos católicos había en el mundo y cuántos testigos de Jehová? ¿Qué podían pesar en la balanza del martirio por la fe ese puñado de testigos de Jehová encarcelados en la URSS y en España por no jurar fidelidad a la bandera, comparados con las muchedumbres despedazadas en los coliseos romanos o, incluso, con las monjitas que en esos mismos días morían flechadas en el Congo? Pese a sus esfuerzos, palidecía de envidia. Empezaba entonces la perorata contra los que, a todas luces, consideraba sus rivales más temibles. Los llamaba 'papistas'. Pretendía enanizarlos doctrinariamente a mis ojos, con argumentos teológicos que se prestaba de los evangelistas, profetas, padres de la Iglesia, etcétera. Yo lo obligaba a bajar sus topes con infamias de este calibre: '¿Cómo se puede parangonar con una religión que tiene su cabeza en la bellísima y antiquísima ciudad de Rómulo y Remo una que tiene sus oficinas centrales en Brooklyn?' 'Más de cien católicos han ganado el premio Nobel y testigos de Jehová ¿cuántos?'. Me consta que estas comparaciones roían sus noches, porque muchas semanas después todavía encontraba argumentos para desbaratarlas.
La historia en España de los Testigos de Jehová
Pero lo primero es lo primero. El origen de los Testigos de Jehová en España hay que buscarlo a principios del XX. Al menos, así lo confirma el investigador del CSIC Miguel Ángel Plaza-Navas en su tesis doctoral. Es más que probable que este grupo arribara hasta la península antes de la Primera Guerra Mundial, allá por la primera década del siglo. Aunque se les conocía como 'Estudiantes de la Biblia' hasta 1931. El experto coincide también en que su impacto inicial fue más que discreto. Normal, pues se habían zambullido de bruces en un país ligado de forma íntima al catolicismo.Lo que se sabe de su existencia en España son migas de pan que cuesta seguir. En 'Los protestantes españoles: la doble lucha por la libertad durante el primer franquismo', Juan Bautista Vilar sostiene que vivieron una pesadilla durante la dictadura: «El movimiento se configuró en tres etapas de signo diferente: la represiva, la de tolerancia y la de libertad religiosa». La primera fue la más cruel y se extendió hasta 1953, y la segunda se cerró en 1967, con la llegada de las máximas de apertura promulgadas por el Concilio Vaticano II. Aunque es innegable que su aceptación no fue sencilla, como bien demuestra el que las detenciones de miembros de este grupo se extendieran durante las tres décadas que Franco ejerció como jefe de Estado.Y valga como ejemplo unos de los ejemplos expuestos por Mónica Moreno Seco en su tesis doctoral, 'La diócesis de Orihuela-Alicante en el franquismo: 1939-1975': «Los Testigos de Jehová encontraron más problemas que otras confesiones para desarrollar sus actividades, sobre todo de proselitismo. A principios de 1969 fue detenido uno de sus miembros destacados de Elda por organizar y celebrar una reunión no autorizada en pleno estado de excepción». Otro tanto sucedió en febrero de 1974, cuando dos de ellos fueron retenidos durante horas en la comisaría de Callosa del Segura «por predicar sus creencias religiosas sin autorización gubernativa y ante las numerosas críticas de los vecinos del lugar».La experta sostiene que, durante el franquismo, la reacción de la Iglesia fue intentar frenar la expansión de los Testigos de Jehová con una suerte de cursillos de formación bíblica; todos ellos, orientados a disparar misiles a la línea de flotación de sus creencias. Pero parece que no lo lograron, como demuestran los datos: en 1997, el grupo contaba con unos cien mil miembros en España, 40.000 de ellos, afincados en la Comunidad de Madrid. Y hoy, dos décadas después, sus feligreses han aumentado hasta 120.000.
Era un hombre de unos cincuenta años, anodino mientras uno no le miraba los ojos, porque había en ellos esa mirada quieta del poseedor de la verdad que lo explicaba todo. Vestía con modestia y pulcritud; rodaba por el mundo en bicicleta. Lo veía bajar de ella en el patio de mi casa, quitarse los ganchos con que se sujetaba el pantalón y pasarse el peine antes de subir. No abrirle la puerta era una treta ingenua, por su instinto de adivinación infalible: podía seguir tocando, a intervalos regulares, diez, quince minutos, hasta que yo, enloquecido, salía a abrir. Como al principio venía días fijos opté por marcharme a la calle. Entonces empezó a presentarse a días y horas asimétricas, y para que yo no lo detectara a tiempo dejaba la bicicleta en la calle o tapaba el ojo de la cerradura con el ejemplar flamante de 'Reveille-Toi!': sabía que la curiosidad me vencería y abriría. Ponerle mala cara era tan inútil como decirle 'estoy ocupado', porque en ese caso decía volveré. Y volvía.
Una tarde vino acompañado de su esposa, que traía galletas y preparó té. Entendí que la relación tomaba un cariz entrañable, que además de su presa espiritual me consideraba su amigo. ¿Cómo sacarlo de su error, con alguna majadería contundente, si era tan amable; si su esposa, después de abrumarme de galletitas y tazas de té se había comedido a lavar los platos y ollas de la cocina mientras él me anunciaba el fin del mundo y el juicio final para prontísimo? Otra tarde se presentó con un joven que parecía una versión suya, rejuvenecida. Adolecía también de la mirada del que sabe y cree. No era su hijo sino un testigo que hacía sus primeras armas misioneras. Con franqueza desarmante me explicó que lo traía para instruirlo prácticamente en las técnicas de la evangelización. Así como él se hacía pasar por un tímido respetuoso, el joven adoptaba la fachada del oligofrénico benigno. Estuvo todo el tiempo mudo, sonriendo con media lengua fuera, pero no me engañó y desde el primer momento supe lo que sus futuras víctimas podían esperar de él.
En los últimos meses o semanas (como en las pesadillas, aquí también todo es recurrente y de cronología incierta) intenté los grandes recursos. Decirle que no me convencería jamás, que por su culpa había perdido toda la simpatía que me inspiraban los Testigos de Jehová por su pacifismo, que estropeaba mi trabajo y que no volviera. 'Lo comprendo, decía afectuosamente. Mañana será otro día, ya hablaremos'. Cuando me negué a seguir comprando 'Reveille-Toi!' me la dejaba de regalo, astutamente colocada en sitios donde sabía muy bien que la hojearía, como la mesa de noche o junto al excusado.
Su persecución de un año no me condujo a la zambullida, como él esperaba. Pero ahora, pese a haber dado instrucciones precisas de que si alguien comparece ofreciendo la revista 'Despierte' se le suelten los perros, después de pasar dos años luchando a brazo partido con una historia de fanáticos apocalípticos, de pronto me pregunto si de veras me lo saqué de encima hace tres lustros o si el miserable no se quedó a vivir conmigo».
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