El calvario de alquilar un piso en Madrid (III): un final (no tan) feliz en una casa más pequeña y más cara
Tras ver decenas de pisos y acumular muchos rechazos por cuestiones económicas, la fecha del contrato de alquiler venció y tuve que marcharme sin un destino, hasta que la sorpresa llegó con una pequeña mentira…
El calvario de alquilar un piso en Madrid (I): un fondo de inversión me echa del piso
El calvario de alquilar un piso en Madrid (II): mis tres meses de búsqueda entre fraudes y abusos

Tras varias decenas de pisos visitados, mucha frustración y todos los rechazos habidos y por haber por cuestiones varias –principalmente económicas, claro–, la fecha del contrato de alquiler venció sin que hubiera encontrado una nueva vivienda. Tres meses de búsqueda y nada, imposible, salvo ... que hubiera aceptado vivir en una habitación de 500 o 600 euros, casi lo mismo que pagaba por un piso hasta hace poco, o en un pequeño agujero sin luz a una hora y media de mi trabajo por 900 o 1.000 euros.
Por suerte, mi casero me concedió diez días más de gracia, que no me cobró para que pudiera cerrar las tres posibles casas que se habían puesto en el punto de mira en los últimos días. Sin embargo, tampoco ese tiempo fue suficiente, así que fui avisando a mi pobre madre de que, posiblemente, tendría que buscar un sitio de paso hasta que encontrara algo. Y que, eso sí, también dejar en su casa unos pocos muebles, cajas, mochilas, libros, discos… Cuando vio aparecer el camión de la mudanza casi le da un 'parraque', pero todo bien. La familia es la familia.
—Gracias, mamá.
—Anda, anda, no digas tonterías, no me des las gracias.
—Vale.
—Solo una cosilla... eeehhh... si a la casa a la que te vas a ir después va a ser mucho más pequeña que la de Lavapiés... ¿Dónde vas a meter todas las cosas que traes en ese camión? No me las irás a dejar aquí, ¿verdad?
—Mmmmmm... perdona, mamá, que me tengo que ir corriendo.
Una de esas tres posibles viviendas venía, una vez más, con sorpresa incluida. «Hola Miguel, soy Israel. Estoy interesado en el piso de la calle Ricardo Ortiz de 60 metros cuadrados», le escribí por WhatsApp al gestor de una conocida inmobiliaria, encargado de enseñar y alquilar el piso». En el mismo mensaje, como ya había aprendido a hacer durante estos meses, me vendía como el que se presenta a una entrevista de trabajo: «Soy periodista con contrato indefinido desde hace 15 años en el mismo medio de comunicación de ámbito nacional. Ese es el tiempo que llevaba en el mismo piso del centro, hasta que mi casero decidió venderlo. Busco vivienda para estancia larga, al igual que la que estoy dejando ahora». Es decir, era un inquilino estable.

«¿Va a venir a verlo o no?»
La respuesta tardó tres días en llegar. Con tranquilidad, que no es plan de estresarse: «Buenas tardes. Es un piso de 790 euros al mes y se pide el mes en curso y dos meses de fianza. Se puede enseñar el jueves por la tarde. Gracias». Contesté enseguida, pues que la carrera por encontrar un piso así lo exigía. Quién sabe si podría negociar el precio y podría ser este el definitivo. «Ok. ¿Me puedes decir a qué hora, por favor? Me gustaría verlo». Varias horas después seguía sin respuesta e insistí: «La hora en que podría verlo el jueves, quiero decir, por favor». Nada. Recibí la contestación dos días después sin ninguna hora concreta ni muchas florituras. «Hola. Volvimos a publicar el piso porque había un error en el precio. Ahora es de 850».
«Hola. Volvimos a publicar el piso porque había un error en el precio. Ahora ya no son 790 euros, sino 850»
Por curiosidad y algo indignado, llamo al teléfono del agente en cuestión. De repente… ¿60 euros más caro? El anuncio llevaba publicado semanas y él mismo me había puesto el precio. ¿No se habían dado cuenta del error en todo ese tiempo o se habían percatado después de que podían sacar más beneficio a su producto? «No sé qué quiere que le diga, no le entiendo. Pero… ¿va a venir a verlo o no? El precio son 850, no se puede modificar, lo siento, yo no decido. Lo siento, voy conduciendo, no le puedo atender», fue la respuesta antes de colgar.
De acuerdo, quedan dos pisos.
El problema del segundo es que ni siquiera tuve la oportunidad de verlo. En la zona de Ronda de Segovia, 40 metros cuadrados, 800 euros. Aunque ya era alto para mí, había ido poco a poco incrementando el presupuesto destinado al alquiler a costa de recortar en otros gastos de mi vida. El famoso consejo de que la renta nunca debería ser superior al 33% de tu sueldo hace tiempo que dejó de ser factible para mí... y para mucha gente en España. De hecho, por lo que veo a mi alrededor, me parece prácticamente imposible si tenemos en cuenta que los alquileres, como apuntábamos en el primer capítulo de esta serie, han subido un 50 o 60% en los últimos siete años y los sueldos un 2%.

«2.000 euros mínimo»
Aún así, desesperado, escribí una vez más, y esta fue la respuesta del propietario: «Buenas tardes. Antes de poder visitarlo, me tendría que aportar la siguiente documentación: certificado de la vida laboral, tres últimas nóminas, la declaración del IRPF y el contrato de trabajo. Además, tengo un seguro de protección al alquiler por posibles impagos, por lo que la aseguradora exige que la nómina mensual del inquilino sea de 2.000 al mes euros como mínimo».
De acuerdo, queda un piso.
«Tengo un seguro de protección al alquiler por posibles impagos y la aseguradora exige que la nómina mensual del inquilino sea de 2.000 euros como mínimo»
Con la lección aprendida, quedaba un tercer y definitivo piso para ver de los que me habían interesado. El último intento. Si no salía, lo tenía decidido: ocuparía la vivienda y conviviría con mis amigos Olga y Ángel, pareja bien avenida y generosa, o volvería por unos meses a casa de mi madre. Para evitar esos inconvenientes a terceros, tuve que empezar esta vez con una mentira. Al no estar acostumbrado, digamos que cometí un pequeño despiste y no ate bien todo los cabos al hablar con el propietario:
—No, no voy a vivir solo, sino con un compañero. Somos dos, así que no habrá problemas de solvencia.
—¿Sois pareja?
—No, es un amigo.
—Pero si la casa solo tiene una habitación…
—Ya… bueno… eeeehhhh… nos apañaremos. No sé preocupe… vendrá a dormir algunos días, no todos… y tendremos un sofá cama en el salón.
Mi amigo el avalista
Por suerte, esta vez el trato con el dueño fue más cercano y acabé diciéndole la verdad. Que nunca había dejado de pagar un alquiler, que había cuidado siempre los pisos como si fueran míos, que su piso era más pequeño, más lejano y más caro que en el que había vivido hasta ahora, pero que me hacía cargo de eso y era una persona responsable y que me gustaba el nuevo barrio: Carabanchel. Pareció aceptar mi situación, aunque los requisitos fueron parecidos en lo que respecta a la documentación a entregar y a mis ingresos. Gracias, como siempre, al seguro de impago que tenía contratado.
Llegamos a un acuerdo y, en vez de meter como inquilino a mi amigo –Mohamed, camarero de origen tunecino como muchos años viviendo en Madrid–, aceptó que entrara simplemente como avalista. Tuvo que aportar una copia de su contrato de trabajo, que tenía que tener por fuerza un año de antigüedad, y tres de sus últimas nóminas para que el seguro echara sus cuentas. Y yo, bueno, tampoco tuve que aportar mucho más: mi declaración de la renta, mi contrato de trabajo, el anterior contrato de alquiler, mis nóminas, facturas de todo tipo…
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Pero ya se acabó. Hace solo cinco días firmé el contrato de mi nuevo piso, por fin. Uno la mitad de grande, un poco más caro y más lejos. Aunque, ¿saben?, estoy contento, sobre todo porque ya he podido dejar de buscar y continuar con mi vida. Quien sabe si las grandes ciudades españolas serán sitios menos excluyentes para el común de los mortales en lo que a la vivienda y el alquiler se refiere.
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