Análisis
Nacionalismo y soberanía son perjudiciales
ANÁLISIS
Lo que importa es que España sea una democracia y un estado de derecho, en la que todos tengamos la obligación de coexistir y aceptar el contrato social que nos mantiene en paz y prosperidad
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Galicia, Cataluña, Euzkadi, Bretaña, Córcega, Walonia, Baviera, no sé cuántas comunidades más, ¿son naciones? No me molesta decir que sí. ¿Y qué más da?
El nacionalismo, cuando se inventó hacia fines del siglo XVIII, ya era una idea absurda que carecía de utilidad y de ... valor intelectual. Sus grandes promotores —Herder, al principio, luego, Fichte, Hegel y toda una serie de pensadores envueltos en las neblinas del romanticismo— ni podían siquiera definir lo que era una nación. ¿Una comunidad lingüística? Pues no, porque compartir una misma habla no es garantía ninguna de un sentimiento de lealtad recíproca. ¿Espacio compartido? Tampoco, ya que hay, por regla general, más odio entre vecinos que entre desconocidos. ¿Historia compartida?
Todos los pueblos de la Europa occidental han experimentado las mismas etapas fundamentales de la Historia, por lo menos desde la época del imperio romano, y somos bastante distintos unos de otros. Para definir a una nación, el romanticismo apostó por un «espíritu» que supuestamente reúne a los conciudadanos. Pero los espíritus son asunto a tratar por psiquiatras, sacerdotes o cazafantasmas. No se les puede tomar en serio como base de una teoría política.
En el mundo actual, todos tenemos que renunciar a nuestra soberanía en favor de entidades internacionales
Todas esas naciones se inventaron no para responder a pruebas ni corresponder a realidades sino para justificar pretensiones: las de los agresores, que inventaron, por ejemplo, la nación alemana para justificar las guerras de Bismarck y Hitler, y las de los 'barones' de los particularismos, como los nacionalistas catalanes o vascos decimonónicos que aspiraban a apoderarse de sus búnkeres a costa de la autoridad central. De éstos actualmente hay tantos en Europa —desde las islas Feroe hasta Chipre del Norte o Crimea— que se parecen más a toca narices profesionales que a aspirantes serios para asumir responsabilidades cívicas.
Su tragedia se vuelve fácilmente una farsa: si lo particular viene a convertirse en nacionalismo, acabamos con el argumento de una película humorística inglesa de 1949, 'Passport to Pimlico', en la que un pequeño barrio londinense se proclama independiente y lanza una guerra económica contra el Reino Unido; o de la novela de G.K. Chesterton, 'The Napoleon of Notting Hill', o la obra de teatro de Alan Bennett, 'Communicating Doors', con sus fantasías de la disolución de Londres en pequeñas repúblicas peleonas.
Multicultural
Para los que se empeñan en ser nacionalistas, la meta es reclamar la soberanía. Pero la soberanía tampoco vale como concepto útil en el mundo actual, donde todos tenemos que renunciar a nuestra soberanía en favor de entidades internacionales para conseguir la paz, la justicia, y el amparo contra retos que no respetan las fronteras, como los del terrorismo, los ciberataques, el crimen y los peligros medioambientales. En un mundo pluralista y multicultural, el nacionalismo y la soberanía ya no son sólo prescindibles sino perjudiciales.
Y España ¿es una nación? ¿Una nación nacida de naciones, surgida entre el sol y la sangre, de compadres y contenciosos, de fraternidad y fratricida? ¿Una entidad soberana en la ley internacional, constitucionalmente indisoluble sin el consentimiento de sus ciudadanos? Claro que sí: sí que es una nación. Pero ¿qué más da? Lo que sí importa es que España sea una democracia y un estado de derecho, en la que todos tenemos la obligación de coexistir y aceptar el contrato social que nos mantiene en paz y prosperidad.
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