Primer día sin mascarillas: crónica de cómo me sentí un bicho raro
Nueve de la mañana, durante el primer café en una pastelería en la Avenida de los Toreros el día aún es laxo y los comensales departen sin mascarillas, los camareros sí

El primer día de la norma que elimina las mascarillas en interiores comienza pronto y lluvioso. A las ocho y media de la mañana, frente al colegio Caldeiro del barrio de Ventas, un grupo de niños se dirige a la primera clase del día. En ... momentos de incertidumbre, mejor ir con pies de plomo. Por eso casi todos los alumnos llevan mascarillas, sus padres también. Media hora más tarde, a las nueve, durante el primer café de la mañana, en una pastelería en la Avenida de los Toreros, los comensales departen sin mascarillas , los camareros la mantienen para despachar tras la barra. Diez minutos después, en la estación de Metro de Ventas, los viandantes mantienen el rostro cubierto. Entran y salen con el tapaboca puesto. Nada más cruzar las puertas, el vigilante de la empresa de transportes me exige usar la mascarilla tanto en el andén como en las escaleras, y por supuesto en el vagón. Obedezco la indicación y subo al tren repleto de pasajeros embozados.
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La primera parada de la ruta corresponde al Museo del Prado. Una larga fila de visitantes aguarda para entrar, la mayoría lleva el rostro cubierto. El personal de sala viste el modelo FPP2. A las diez en punto, en la sala 12, Manuela, maestra de colegio, se convierte en el primer rostro que Las Meninas de Velázquez ven descubierto. « Vengo de Berlín, ahí ya tenemos algunos días sin mascarilla », explica sonriente y victoriosa, envuelta en comillas de titular. En la galería central, Victoria y su familia observan un Tiziano embozados. También vienen de Alemania e ignoran que ya está permitido no cubrirse el rostro . Una vez enterados, en menos de un minuto, se despojan del barbijo.

Continúa lloviendo, una garúa boba que empapa. En el paso cebra del Paseo del Prado, algunos turistas cruzan sin mascarilla, aunque la mayoría de las personas la mantiene, sobre todo los de mayor edad. Rumbo a la librería La Central del Museo Reina Sofía, las personas permanecen con el cubre boca puesto, aunque hay quienes, como Brigite, se lo quitan para curiosear entre las novedades. «No me siento del todo cómoda», dice esta mujer que ha venido por trabajo a Madrid desde Mallorca . Hay pudor y extrañeza en lo de ir a cara descubierta , aún más en la Biblioteca del Museo Reina Sofía, a la que entramos con sigilo, y donde algunos investigadores consultan los libros con la nariz y el rostro tapados. De la docena de usuarios que revisan los archivos del Reina, solo Alejandro, estudiante de estética en la Complutense, trabaja con el rostro descubierto . «La verdad es que me siento cómodo, independientemente de que sea un lugar cerrado. Ya estaba deseando quitármela», responde con voz muy baja.
La poca costumbre de mostrar el rostro se impone en todo el museo Reina Sofía, como ocurrió también en El Prado. Hay algo culposo e incluso un cierto malestar por entrar en determinados sitios sin la mascarilla puesta, un síndrome del bicho raro , del que no se encuentra cómodo con el rostro expuesto. Incluso una especie de segundo síndrome de la cabaña agarrota los movimientos. Hace frío y llueve, así que para entrar en calor, entro a un Rodilla de la calle Atocha. Todos los que se sientan en las mesas se han quitado el tapabocas, pero quienes hacen fila para llevar algo rápido la dejan puesta . «Muy poca gente ha entrado sin la mascarilla», admite la dependienta, a esa hora liada con los cafés.

Continúo el recorrido con una certeza: los desembozados somos pocos y pudorosos . Siguiente parada, para pedir hora en la peluquería. En el número 20 de La Ronda de Atocha, en Ronda Peluqueros, Juana lee una revista mientras se tiñe el cabello. «Llevo muchos años viniendo a esta peluquería. Hay poca gente y me siento cómoda . Ya no aguantaba más, quería quitarme la mascarilla». Andrea, la encargada del local, se cubre el rostro como el resto de las peluqueras. Deben dejarla puesta, por respeto a los clientes que sí quieren llevarla. No les incomoda atender a quien no desea usarla, pero admiten cuán extrañas se han sentido antes, en otros lugares. «Esta mañana he ido a Hacienda, he entrado sin mascarilla y me la he colocado enseguida. Me sentía fatal», dice entre risas. «¿Lavar y peinar entonces?».
En autobuses, metros y taxis, la mascarilla es obligatoria, aunque Rafa, el conductor de UBER que me recoge para ir en dirección a la Universidad Complutense, me hace saber que puedo, si lo deseo, quitármela. «A mí me da igual», dice. Yo, como el Bartleby de Melville, preferiría no hacerlo. En la calle Princesa, unas pocas personas entran y salen de los comercios sin mascarillas. Cada incursión en un espacio cerrado con el rostro a la vista genera una sensación de infractor que cuesta corregir. A cada rato cedo al acto reflejo de colocarme la FPP2 negra . A estas alturas ya ni recuerdo haberme pintado los labios y una sensación de agobio y ahogo me empuja a taparme.

«A mí tampoco me ha costado quitármela»
La última parada de la mañana nos lleva al fotógrafo Ignacio Gil y a mí al número tres de la avenida Complutense, hasta la Facultad de Ciencias de la Información. La mayoría de los estudiantes, desperdigados en corrillos, lucen piercings y labios. Están cómodos sin mascarilla. «La universidad nos ha recomendado que la lleváramos puesta, pero esta mañana, en la primera clase, el profesor se la ha quitado y muchos hicimos lo mismo», dice Yaiza, de tercero de carrera. « A mí tampoco me ha costado quitármela », añade José Ramón. A estas alturas del día, a muy pocos les importa ya lo de estar descubiertos, excepto, eso sí, para la foto. «¿Una foto? Con este careto no», ríe María, de segundo de carrera, que bromea con la posibilidad de cubrirse el rostro. En la biblioteca de la Facultad, otro grupo de chicos y chicas repasan sus apuntes, a cara descubierta ellos también. Alma, con sus uñas a lo Rosalía y los labios relucientes con gloss, lo tiene muy claro: «A mí ya me da igual, si estamos todos vacunados». Hay una relación directamente proporcional entre desinhibición y juventud.
Al final de la mañana, en el número 40 de la calle Josefa Valcárcel, en la sede de Vocento, hay quienes cubren su rostro y quienes no . El día anterior han recibido una recomendación de mantener el tapaboca puesto, al menos hasta que los responsables de seguridad laboral puedan estudiar el decreto publicado esta mañana en el BOE. Resulta extraño atravesar la redacción sin cubrirse la boca ni la nariz, y aún así persevero, por aquello de acostumbrarme y acabar esta crónica con alguna dignidad. ¡Qué va, sigue siendo muy pronto para intentarlo! En el primer día sin obligatoriedad de mascarilla en interiores me resulta imposible acostumbrarme. Me conduzco con torpeza, como un bicho raro que no sabe dónde meter la sonrisa. Sentada en la cafetería de ABC tecleo esta crónica de la extrañeza, como si hubiese vuelto a desconfinarme , dos años después.
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