Crítica de Tenet: Nolan le da la vuelta al cine de espías como a un calcetín
El cineasta británico estrena «Tenet», donde vuelve a jugar con el tiempo y el espacio en una historia de pura acción

Entrar al cine de Christopher Nolan es algo así como entrar a un «scape room», un ejercicio físico y mental del que no es raro salir cansado y vencido, aunque entusiasmado. Por títulos suyos como «Memento», «Origen» o «Interestellar», cualquier espectador sabe que una película de Nolan es un desafío visual, narrativo e imaginativo, y también sabrá que utiliza las dimensiones del espacio y las paradojas del tiempo con la euforia de un científico loco y que, para seguirlo sin mareos ni vómitos, es aconsejable tomarse una biodramina.
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En «Tenet» recubre lo que es una aventura de espionaje y acción con todo su equipamiento de física y de filosofía de manual, con improbables teorías sobre la linealidad del tiempo, sus idas y vueltas, y sus posibilidades de rebobinado… Y el hecho de que se titule «Tenet», que igual se lee hacia allá que hacia acá, es un síntoma de la «enfermedad» de su argumento, que igual va que viene. La trama en sí es sencilla, al modo que lo son, por ejemplo, las de las películas de Bond, con un villano que quiere destruir el mundo y con la espectacular tarea de impedírselo.
Los agujeros del director
La diferencia entre «Tenet» y cualquier otra película a lo grande de espías y de villanos está en Christopher Nolan y en su ambición y alarde (ese «prestigio» del que hablaba en «El truco final»), en la recubierta intelectual con la que tapiza el argumento de siempre… Por ejemplo, cambiar las trayectorias de las balas, que a veces van del objetivo a la pistola…, o anteponer los efectos a las causas, el futuro (la posteridad, en la película) encuentra el modo de anticiparse al presente, y dicho todo esto así no es más que palabrería, pero Nolan lo visualiza con un talento que va mucho más allá de la moviola, y organiza una prodigiosa puesta en escena de luchas, persecuciones y acciones que son tan complejas narrativamente como brillantes en lo visual. El director de fotografía, Hoyte van Hoytema, habrá tenido que irse después de rodar a algún templo perdido del Tibet, y se entiende que su director de fotografía de siempre (excepto las tres últimas), Wally Pfister, esté buscando un trabajo tranquilo, de portero de finca, o algo así.
John David Washington, el protagonista, no es su padre Denzel, aunque camina igual que él, y desarrolla un gran trabajo físico pero da la impresión de que, como el espectador, anda a dos velas en su trajín temporal y espacial. Robert Pattinson, en cambio, se siente comodísimo en su inexplicable y atractivo personaje. Elizabet Debicki le da altura al plano con su físico y a Kenneth Branagh, el villano, le falta un poco de escenario y alguna frase grandilocuente para estar en su salsa.
La película es larga y a toda pantalla, y naturalmente está llena de «agujeros de gusano» por los que aparecen y desaparecen los detalles del argumento; el secreto está, probablemente, en disfrutar de esos «agujeros» y de verla con muchas menos pretensiones que las de Nolan al hacerla.
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