TRIBUNA ABIERTA
Respeto para el campo
Esa España vaciada que demanda educadamente unas políticas públicas que la representen está lejos del estereotipo latifundista y trasnochado que se quiere transmitir

El pasado 20 de marzo muchas decenas de miles de personas procedentes de diferentes rincones de la llamada España rural se manifestaron en Madrid, pidiendo al Gobierno políticas en defensa del futuro de las actividades productivas de las que depende el campo. Fue una manifestación ... histórica porque por primera vez marchaban juntos todos los aprovechamientos y sectores más representativos del mundo rural, incluyendo agricultura, ganadería y caza. Y fue una manifestación ejemplar por el modo en el que transcurrió: una protesta encendida pero pacífica y desde luego completamente respetuosa con el mobiliario y paisaje urbano. Al contrario de lo que estamos acostumbrados a ver desgraciadamente. Horas después de haberse celebrado la Manifestación nadie hubiera dicho que por esas calles habían pasado entre doscientos y cuatrocientas mil manifestantes, según las cifras que se han manejado.
Más allá de las formas, que fueron impecables, parece que el mundo rural tiene razón en el fondo de sus planteamientos, perjudicados por una retórica medioambientalista contradictoria en muchos de sus planteamientos y que amenaza con tirarse piedras contra su propio tejado, pues una España rural sin usos productivos viables está abocada a ser también una España rural sin un medio ambiente sostenible, además de una España vaciada. Al reto demográfico habrá que responder de muchas formas, y también estimulando el emprendimiento innovador en nuevos sectores, pero dejar olvidados y abandonados a los aprovechamientos de los que hoy depende el PIB, el empleo y el equilibrio demográfico sería igual que cubrir algunos agujeros en el tejado al mismo tiempo que se destruyen los cimientos que soportan la casa.
Durante la pandemia todos fuimos muy conscientes de la importancia del campo. También el Gobierno, que lo declaró sector esencial. Gracias a su funcionamiento, no tuvimos problemas de abastecimiento de ningún tipo y nunca faltó de nada ni en las estanterías de los grandes almacenes, ni en las plazas de abasto ni en las mesas de nuestras casas. El contraste sucedía con productos sanitarios que entonces eran esenciales como las mascarillas y a los que no podíamos acceder, teniendo el Gobierno que gastar muchos millones de euros para abastecer siquiera a los sanitarios. Los ciudadanos pudimos comprender la relevancia de eso que se llama la soberanía alimentaria. No deja de ser paradójico que las escenas que no vimos entonces las estemos viendo ahora.
Esa España vaciada que demanda educadamente unas políticas públicas que la representen, que sean inclusivas con lo rural, está lejos del estereotipo latifundista y trasnochado que se quiere transmitir. No solo es una España trabajadora y modesta, sino también innovadora y comprometida con los intereses generales promovidos por los poderes públicos. Basta ver en la agricultura, por ejemplo, cómo el regadío ha sido capaz de modernizarse transformando radicalmente la realidad de las zonas regables españolas, donde hoy ya se usan los sistemas de riego más eficientes y con tecnologías de telecontrol. Todo ello lo han hecho los regantes en iniciativas ejemplares de colaboración público-privada, endeudándose de forma importante para acometer estos proyectos, pero convencidos de la necesidad pública de extremar el ahorro del agua.
Agricultores y ganaderos son los más interesados en cuidar el medio natural en el que desarrollan su actividad. Ellos además se han ganado la credibilidad como sector profesional y paciente. Por ello, lo que debería hacer el Gobierno y todas las administraciones públicas es creerlos y convencerlos para que se comprometan con objetivos concretos. En esta dirección, estoy convencido de que el estímulo de fórmulas como la custodia del territorio, que implican a los propietarios rurales en la conversación del patrimonio a través de acuerdos voluntarios, deben ser exploradas y promovidas por las administraciones públicas, por resultar mucho más eficaces para la protección del entorno y además mucho menos costosas para el erario público. Imponer, restringir, limitar vigilar y sancionar es lo más fácil y común, pero también lo más caro e ineficiente.
En definitiva, el campo se merece respeto, y ese respeto significa de entrada que no se ponga bajo sospecha su actividad, que se estimule la colaboración público-privada y sobre todo que se promueva un concepto de sostenibilidad que sea realmente integral y que ponga en la balanza todas las facetas: la propiamente ambiental (que cubre a su vez dimensiones tan diferentes como la energética, la paisajística o la de biodiversidad); la social, la económica y la demográfica. Lo que debe perseguir el Gobierno es el equilibrio de esa balanza y no su descompensación, que sería fatal para cualquiera de esas facetas. Hacerlo además con el compromiso activo, el esfuerzo y la complicidad de los actores que ahora mismo conviven en el campo parece lo más sensato y razonable.
Quienes respetan con tanto escrúpulo en una protesta las calles de la ciudad, cómo no van a preocuparse de cuidar el medio natural que aman y en el que querrían vivir el resto de su vida, dando a las generaciones posteriores la posibilidad de que también lo hagan. El campo se merece nuestro respeto. El mismo que ellos nos ofrecieron en la manifestación del 20M.
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