LA TRIBU
El tabernero
Dicen que de la nada levantó una gran empresa. No, no. De la nada, imposible: del todo que Juan tenía dentro
Olor a vino agrio y a cante desesperado, a farfulla de parroquianos aliñada de tarde en tarde con una blasfemia –Dios cien veces rebotado- o tres voces más altas que las otras y un golpe de culo de vaso en el mostrador de la madera ... que tenía más de duela de barril que de mostrador. "Llégate a la taberna y que te llenen de vino blanco esta botella, que voy a hacer torrijas…” Botellas llenas y metidas en una caldera con agua. Un “llena aquí”, y, de tapa, en una concha de loza blanca, imposible barquilla, unos altramuces cuyas cáscaras, en el suelo terrizo, ponían una desperdigada botonadura rota. Tan niño, tú, entrabas en aquel bosque de piernas y cuerpos como si te hubieses metido entre los costaleros de los pasos de alguna fiesta local. Olor a vino y a tabaco, a sudor, a aliento que hubiera ardido al acercarle una cerilla. La taberna, qué mundo.
Entonces, en algún lugar del Condado, digamos Villalba del Alcor, de donde era tu tía bisabuela Águeda La Seisa, un muchacho se había licenciado ya en la destreza tabernaria, en aquel trasiego desde su pueblo a Sevilla, con la experiencia de su padre siempre cerca, para convertir en banquete cualquier trago de aquel vino de aquellas lomas albarizas. Al muchacho le olerían las manos, los brazos, la ropa, las muchas horas de trabajo, a vino, a lo que entonces se llamaba “vino corriente”. El muchacho se vino a Sevilla y estaba convencido de llenar de vino blanco los vasos de todas las tabernas, de todos los bares. Despacio, con mucha paciencia y muchísimo sacrificio, sin que nadie pueda imaginar el insomnio, el cansancio y los tropezones, el tabernero, Juan Robles, obró el milagro del vino sin necesidad de que mediaran bodas en Caná, entre otras cosas porque no convirtió el agua en vino –eso no lo hace un honrado tabernero, y él lo era-, sino que convirtió el vino en pan para los suyos. Y cuando el sacrificio y la entrega al trabajo empezaron a dar frutos, el tabernero invertía en el negocio, tan enamorado como siempre de su oficio, ese oficio que al que jamás renunció, porque Juan Robles, además de una gran persona, un padre ejemplar, un buen amigo de sus amigos y un señor, era tabernero. Y tabernero se ha ido a los altos mostradores de la eternidad, para que los mostradores de allá arriba huelan a vino de los alcores huelvanos. Dicen que de la nada levantó una gran empresa. No, no. De la nada, imposible: del todo que Juan tenía dentro, de sus valores, su sencillez, su generosidad, su capacidad de trabajo, su entrega absoluta a una profesión que elevó a la gloria, la de tabernero. Descanse en paz Juan Robles. Guarden un día de silencio las tabernas.
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