tribuna abierta
Rimas y leyendas
De repente yo estaba solo en la iglesia que se había quedado completamente vacía y en tinieblas. No solo faltaban los bancos de madera y la gente que hasta hace nada se apretujaba en ellos junto a mí, sino que también estaban vacías las paredes y capillas

Esta historia sucedió en el convento de Santa Inés, pero podría haber ocurrido en cualquier otro monasterio de Sevilla durante los conciertos que la Orden de San Clemente organiza en beneficio de sus comunidades. Sé que lo que voy a contarles es difícil de creer ... e inusual como tribuna en un diario tan grave y circunspecto, pero precisamente por esto me atrevo a relatarlo tal y como aconteció, sin adornos y alharacas. Si alguno de los lectores quisiera atribuirlo a un delirio de mi imaginación no podría censurárselo y por anticipado ruego su indulgencia en consideración a los gozosos días navideños.
No se cabía en la iglesia de Santa Inés, el público contemplaba arrobado a los músicos sobre los que caían los reflejos dorados del retablo. Yo meditaba absorto en los mil y un detalles del templo que el historiador Ignacio Trujillo, tan elegante como cabal, nos había dado a conocer en la disertación previa al concierto y en la que no había faltado la glosa de la becqueriana leyenda de Maese Pérez. Recuerdo que pensé, mientras los celestiales acordes nos sumían en un éxtasis dulce como los bollitos que se despachan en el torno, que era una pena que el órgano de la iglesia, restaurado beneméritamente por Abraham Martínez, no fuera el mismo que había tocado a Maese Pérez. «Se cayó a pedazos de puro viejo», había escrito Bécquer para explicar por qué no había retornado nunca más el alma del organista durante la misa del Gallo. En esos pensamientos andaba cuando caí en trance sobre las ingrávidas alas de la música. Quiero decir que me dormí. No encuentro otra causa para explicar lo que sucedió a continuación.
De repente yo estaba solo en la iglesia que se había quedado completamente vacía y en tinieblas. No solo faltaban los bancos de madera y la gente que hasta hace nada se apretujaba en ellos junto a mí, sino que también estaban vacías las paredes y capillas. Quedaban solo, como si de piezas de museo se tratasen, el órgano y el altar. Con la luz del móvil pude alumbrar algunos paneles en los que figuraba el logotipo de la Junta de Andalucía junto a un rótulo: Centro de interpretación de la vida monástica. Hacía mucho frío y el silencio era también helador. Solo se escuchaba un ruido remoto que parecía proceder del atrio.
Enseguida me escondí, acurrucado en una hornacina vacía. Creo que perdí la noción del tiempo mientras permanecía pegado como un santo a la pared. Entonces chirrió la puerta de la iglesia y una figura menuda y encorvada, vestida de negro y con los cabellos cenicientos cubiertos por un velo apareció portando un candil en la mano izquierda. Avanzó hasta el centro y exclamó: «Vamos, Maese Pérez, no nos haga esperar más siglos, que nos duelen los huesos y ya son las doce de la noche».
Nadie contestó a la imprecación de la anciana que alzó de nuevo la voz: «Y vosotras, sombras, ¿no acudís?».
Una racha de viento atravesó el recinto mientras el eco de sus palabras reverberaba entre los muros. Esta vez sí hubo respuesta, unos pasos de hierro se arrastraban como cadenas desde el patio, más cercanos y fuertes por momento. Una voz masculina y gutural retumbó en el umbral: «¿Quién osa convocarme en esta noche de perros?». La vieja del candil replicó: «¿Aún lleváis la cabeza sobre los hombros, rey Don Pedro? ¿Todavía os suenan las rodillas?».
Antes de que el caballero, inclinado por el peso de la armadura, pudiera echar mano a la espada como le dictaba su cólera, una sonora carcajada femenina, descarada y sensual, irrumpió a su espalda: «¡Ay, Don Pedro, ¿por qué no brinda a esta dama su manto de armiño que está la noche fría?». En ese instante otra figura más se adentró en el convento, vestía un hábito negro con la rosa de Calatrava bordada en la manga: «¿No os ha enseñado nada la muerte, Carmen?».
«Ya está aquí el que faltaba –replicó la mujer–, este mojigato no sabe de otra cosa que no sean pústulas y exequias, ¿verdad, don Miguel Mañara? ¿O acaso debería llamaros don Juan?».
En el centro de la iglesia la vieja volvió a gritar alzando el candilejo: «¿Estamos todos?». El cortejo de sombras respondió al unísono, «¡Estamos!», y otra racha de viento apagó la lamparilla y la iglesia quedó sumida en la más impenetrable oscuridad.
El primer acorde retumbó como un trueno. Todo el silencio amontonado durante centurias resonó en las naves del templo y ascendió a las bóvedas donde la música se hizo radiante claridad. Después de seis siglos Maese Pérez había vuelto al llamado de los fantasmas de la ciudad, que ahora daba la espalda a sus leyendas…
Alguien puso la mano en mi hombro y me desperté sobresaltado, era Ignacio, que se reía de mi sueño. Solo quedábamos ambos en la iglesia de la que salimos rápidamente hacia la noche fría mientras yo le preguntaba: «¿Crees Ignacio que alguna vez podrán desaparecer los conventos y duendes de Sevilla?».
El vuelo en zig-zag de unos pájaros justo al salir al compás, había distraído su atención y solo me repuso: «¡Es raro! No es ahora el tiempo de las golondrinas».
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