PINCHO DE TORTILLA Y CAÑA
El Mundial
Irse pronto de ese acto multitudinario de hipocresía social y deportiva sería un acto de decencia

Confieso que me importa un cuerno que a España le vaya mal en el mundial de Qatar. Ayer, la selección confirmó lo que ya sabíamos: que en un partido poco exigido, ante once amiguetes jugando en son de paz, puede hacerle un siete a Costa ... Rica. Pero no creo que todo el monte sea orégano. Necesitaremos que a Luis Enrique le salga una flor en el culo si queremos llegar más lejos. No me alegraré de que nos eliminen, desde luego, pero tampoco derramaré una sola lágrima cuando suceda. Me parecería triste que una carambola afortunada o un golpe de inspiración a última hora nos condenara a colocar este campeonato del mundo en la vitrina de los recuerdos agradables. Si no fuera por la fealdad que encierra la derrota, irse pronto de ese acto multitudinario de hipocresía social y deportiva sería un acto de decencia.
El fútbol ha caído en manos de unos golfos sin escrúpulos que tienen la desfachatez de esgrimir en público la bandera del respeto, la integración y la tolerancia mientras se dejan sobornar en privado por sátrapas multimillonarios que maltratan a las mujeres, esclavizan a los inmigrantes y torturan a los gais. Para marcar distancias con esa realidad horrenda y bochornosa, los mismos dirigentes que prohiben a los capitanes de los equipos exhibir brazaletes con los colores del arco iris deciden salir del armario o declararse fervorosos defensores del colectivo LGTBI, como ha hecho el bodoque Gianni Infantino. Se la sopla banalizar la condición sexual de quienes la malviven bajo la amenaza carcelaria del régimen catarí si eso le ayuda a salvar la cara.
Hasta ahora, además de ser un entretenimiento para los espectadores, el fútbol servía para vertebrar la convivencia entre discrepantes. Fuera cual fuera la orilla ideológica de tu vecino de abono, el salto a la hora de celebrar un gol se producía al unísono. Las conversaciones que se atoraban por culpa de la política, o del antagonismo temperamental, o de la disparidad de intereses, siempre encontraban en el fútbol una vía de salida. Incluso merengues y culés éramos capaces de convivir en un cóctel sin tirarnos las gambas con gabardina a la cabeza. Sin embargo, el otro día alguien dijo delante de mi que le parecía bien que a los homosexuales no les dejaran entrar en el campo y me dieron ganas de saltarle a la yugular. Si el fútbol sirve para alimentar esa clase de efluvios, si no ayuda a apagar fuegos, sino a avivarlos, pervierte buena parte de su sentido. Desde el pasado domingo hablo más –y no siempre en términos pacíficos– del pisoteo a los derechos civiles, de las vidas humanas que costó la construcción acelerada de los estadios, del unte del puñetero emir a David Beckham o del papelón de Morgan Freeman en la ceremonia inaugural que de cuestiones relativas al juego. Menudo coñazo. Y encima, para nada. Pincho de tortilla y caña a que cuando las cámaras se vayan de Qatar, la satrapía de Al Thani seguirá haciendo de las suyas bajo las arenas del desierto.
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