el ángulo oscuro
Hipocresía, pacotilla y superchería
Emergen inopinadamente los tuits chotunos de Gascón y, de repente, la izquierda caniche que lo había encumbrado como icono del sopicaldo penevulvar lo anatemiza fulminantemente
A mamar doctor Sánchez
Ese palacete parisino es mío

La 'novela ejemplar' que acaba de protagonizar el presunto actor Carlos Gascón, de nombre artístico sobrevenido Karla Sofía, nos permite analizar los estragos que los engañabobos de la izquierda caniche están causando en los cerebros y en las almas. Pero, antes de entrar en ... harina, debemos aclarar que lo que nosotros llamamos 'izquierda caniche' no es otra cosa sino un subproducto ideológico que lleva hasta sus últimas consecuencias las premisas liberales. El movimiento 'woke', como la ideología 'queer', son caballos de Troya cocinados por la CIA para desmantelar la izquierda y convertirla en un caniche inane al servicio de los intereses plutocráticos, que mediante una ensalada de reivindicaciones identitarias, a cada cual más desquiciada y aberrante, fomenta la devastación antropológica, la destrucción de los vínculos comunitarios, el desarraigo y la esterilidad. Conviene señalar, además, que esta izquierda caniche no es enemiga de la llamada «extrema derecha»; ambas son organismos simbióticos que, mediante la creación de aparentes antagonismos, se engordan mutuamente, en la misión común de favorecer los intereses plutocráticos.
El presunto actor Carlos Gascón lo entendió mejor que nadie, aunque fuera de un modo burdo y elemental. En los tuits que han ocasionado su estrepitosa caída se muestra como un derechista caricaturesco, que arremete lo mismo contra los moros que contra los catalanes, con una retórica chotuna de pecho abombado y testiculario en ristre. Pero Gascón, tan facha y tan machote, no tuvo ningún empacho en cambiar su aspecto físico y menos aún en cambiar las bazofias ideológicas que vomitaba por su boquita de piñón. Ambos cambios fueron hipócritas, integrantes de la misma superchería; y nos demuestran que, bajo su apariencia antagónica, hay una continuidad natural entre la 'extrema derecha' y la 'izquierda caniche', como hijas tontas del liberalismo que son ambas. Carlos Gascón 'transicionó' de género y de ideología; y su carrera interpretativa, hasta entonces irrelevante, alcanzó de repente la apoteosis. La izquierda caniche lo encumbró porque conviene imponer a las masas cretinizadas modelos y adefesios que fomenten el sopicaldo penevulvar (o sea, la devastación antropológica); y las masas cretinizadas acataron hipócritamente la imposición, temerosas de señalar la desnudez del rey. En las sociedades devastadas, son habituales tales actos de sumisión gregaria; y los manipuladores sociales, a la vez que imponen sus consignas, pueden mofarse de las masas cretinizadas, inculcándoles preferencias estéticas o intelectuales grotescas.
Pero emergen inopinadamente los tuits chotunos de Gascón y, de repente, la izquierda caniche que lo había encumbrado como icono del sopicaldo penevulvar lo anatemiza fulminantemente. Si Carlos Gascón hubiese sido un intérprete valioso, tal operación no hubiese resultado tan sencilla. Nadie puede arrumbar el cine de Buñuel en el vertedero porque su artífice entretuviera su juventud pegando palizas a homosexuales en los baños públicos; nadie puede condenar al ostracismo la poesía de Rimbaud porque su autor se dedicara al tráfico de esclavos. Al pobre Gascón lo pueden 'cancelar' en un periquete porque su trabajo interpretativo es por completo inepto e irrisorio; primero lo encumbran, mofándose de las masas cretinizadas a las que han logrado disciplinar, y después lo arrastran por el fango, proporcionando un alivio liberador a las mismas masas cretinizadas a las que antes han obligado a venerar la pacotilla.
La fulminante caída de Gascón me incitó a ver la costrosa peliculita que lo había encumbrado; una dolorosa decisión que, en un principio, mi infalible olfato cinéfilo había descartado. La peliculita de marras se trata, por supuesto, de un completo zurullo; pero no un zurullo cualquiera, sino uno de esos zurullos serpentinos y copiosos que se posan sobre el suelo a modo de zigurat, con ese brillo como de esmalte que adquieren a la luz radiante del mediodía y esa cenefita o halo de moscas girando en derredor, ebrias de sus tufaradas. Un zurullo por completo inverosímil, sobre un narcotraficante que simula su propia muerte para escapar de sus enemigos, cambia de sexo y se reúne con su familia (¡que no le reconoce!) y funda… una oenegé, porque de repente se ha vuelto buenecito; y al final hay una escabechina absurda y muere hasta el apuntador. Increíblemente, la peliculita no se trata de una comedia de enredo chusco, sino que tiene ínfulas dramáticas que la tornan todavía más bochornosa. Los personajes resultan todos monigotes sin alma, los diálogos son dignos de la telenovela más casposa, las interpretaciones son todas ellas abominables, aunque ninguna tan mazorral como la del pobre Gascón, que por comparación logra hacer creíble al inenarrable Toni Cantó de 'Todo sobre mi madre'. Se trata, en fin, de un zurullo de proporciones cósmicas, sólo apto para coprófagos y gentes con las neuronas arrasadas. Quienes lo han elogiado son loritos que obedecen consignas sistémicas; o bien tontos de baba.
Pero si un zurullo así ha sido aplaudido por las masas cretinizadas, antes de que los amos del cotarro dictaminaran la caída fulminante de Gascón, es porque nuestra sociedad es prisionera de una superchería de proporciones cósmicas. Somos una papilla genuflexa y atenazada por el miedo que, en el colmo de la abyección, celebra las pacotillas más infames. Y, como nos enseñaba el replicante de Blade Runner, vivir con miedo es lo que distingue a los esclavos.
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