LA TERCERA
Rusos en Berlín
«Entre quienes más visitaban Berlín Este estaban los corresponsales extranjeros. Solo nuestra asociación reunía profesionales de ambos berlines. Ni abogados, ni médicos, ni artistas lo habían conseguido. ¿La razón? Que interesaba a los corresponsales rusos estar al tanto de lo que ocurría en Berlín Occidental»
Pues tenía su encanto aquel Berlín de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Aunque más que de encanto deberíamos hablar de emoción. Como el que vive al pie de un volcán o sobre una falla tectónica. Sustos ya había habido unos cuantos. Como ... cuando, en 1948, los rusos cortaron todos sus accesos por tierra y canal, teniendo que ser abastecido por un 'puente aéreo', con un aeropuerto no mucho mayor que un campo de fútbol. 'Una isla en el mar rojo', lo apodaban. En la Navidad de 1961, tras alzarse el Muro, el Ayuntamiento occidental nos dio a cuantos nos habíamos quedado, extranjeros incluidos, 200 marcos como aguinaldo, 'der zitter Prämie', 'el premio al tembleque', lo bautizaron los berlineses, famosos por su humor sarcástico.
Era sin duda una gran ciudad, tanto en extensión como en monumentos, que las circunstancias habían convertido en bicho raro. De entrada, estaba dividida en cuatro sectores, con un general de las cuatro potencias vencedoras de la II Guerra Mundial al frente: Unión Soviética, Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Aunque la verdadera división era la que escindía Europa: Berlín Este y Berlín Oeste, tan distintos que se diría eran dos ciudades no ya distintas sino opuestas, lo que correspondía a la realidad, con la Puerta de Brandenburgo como epicentro.
Los rusos, como conquistadores de la misma, se habían quedado con el núcleo de lo que había sido la capital de Prusia, aunque poco quedaba de ella, dejando a sus antiguos aliados occidentales los barrios periféricos. Pero su desarrollo posbélico no podía ser dispar. Mientras los occidentales se dedicaron a eliminar ruinas, llevando los escombros al confín norte de su sector, creando una 'Trümmer Berg', Montaña de Escombros, que embellecieron con árboles y prados como si fuera auténtica, en Berlín Este solo había una calle, la Stalin Allee, la Avenida Stalin, imitando los largos bloques de ladrillos blancos de Moscú. El resto se dejó tal como lo había dejado la guerra, con los apaños necesarios para hacerlos habitables, las que podían, y dejado como estaba el resto. Incluso, la Cancillería de Hitler, al sur de la Puerta de Brandenburgo, de la que solo quedaba el respiradero del búnker, al habérsela dinamitado para evitar que fuera objeto de culto o peregrinación, como el Reichtag o Parlamento, al otro lado de la Puerta, que mostraba todas las heridas de la metralla en sus muros. Caminar por 'Unter den Lindem', el Paseo bajo los Tilos, era echarse a llorar, sobre todo al ver lo que quedaba del Hotel Adlon, donde se había rodado la película de Greta Garbo y el seductor ladrón, con una bombilla sin lámpara sobre su puerta. Menos mal que al final, a la Ópera, a la derecha, y a la Universidad Humboldt, a la izquierda, se las había ahorrado tales sacrilegios. No a la catedral, luterana, ya en la Isla de los Museos, cuyo aspecto exterior no invitaban a visitarlos pese a saber que dentro estaban los mármoles más venerables de la antigua Pérgamo. El resto de la que era entonces, mediados de los cincuenta del siglo XX, capital de la República Democrática Alemana era una sucesión interminable de colinas de escombros.
Mientras, los barrios residenciales de la parte occidental podían ser los de cualquier otra capital europea, e incluso norteamericana, con su tráfico, su ruido, su polución, sus grandes almacenes, sus terrazas y puestos de salchichas. Quiero decir, un escaparate de Occidente. Quien comparase ambas mitades de la ciudad entendía por qué a través de Berlín se pasaba diariamente un número indeterminado de personas, profesionales la mayoría del Este al Oeste, gracias a los dos Metros, el subterráneo y el elevado, o simplemente a pie, sin problema alguno. En cambio, del Oeste al Este, apenas había tráfico. Si aquello duraba mucho, se quedaban sin gente. El Muro tendría esa explicación. Como la invasión de Ucrania. Lo que más teme Putin no son los misiles de Estados Unidos sino el contagio de la democracia. Pero esa es otra historia.
Entre quienes más visitaban Berlín Este estaban los corresponsales extranjeros. Solo nuestra asociación reunía profesionales de ambos berlines. Ni abogados, ni médicos, ni artistas lo habían conseguido. ¿La razón? Que interesaba a los corresponsales rusos estar al tanto de lo que ocurría en Berlín Occidental. Sobre todo en las tertulias que teníamos con políticos los jueves en la cervecería tras el 'Schiller Theater'. Para nosotros, los occidentales, tenía el valor de que de tanto en tanto nos invitaban a visitar alguna de las capitales del Este. No olvidaré la visita a Praga, en el invierno de 1965, con la 'primavera política' ya en marcha, aplastada por los tanques soviéticos poco después.
Aunque para mi lo más interesante era el contacto directo, personal, con los colegas del Este, ya que en sexto de Nachillerato descubrí en una librería ejemplares de la Colección Universal, de antes de la guerra, a precios ridículos. Compré cuantos había de autores rusos y me fascinó su variedad, sobre todo de personajes muy distintos entre sí, pero con algo en común: que siempre terminaban sorprendiéndote de una forma u otra. Y en Berlín tenía la posibilidad de tratarlos. Trabé amistad con un corresponsal de Radio Moscú, mayor que yo, aficionado también a la literatura, que se quedó sorprendido de que conociese, no ya a Dostoievski, Tolstoi y demás, sino a Goncharov, cuya novela 'Oblomov' dibuja un tipo de ruso poco conocido, aunque se apresuró a decirme que su abulia era exagerada. Acordamos cenar dos veces al mes, yo invitándole a la 'Maison de France', que le apetecía por la extravagancia de no admitir alemanes, mientras él me invitaba al 'Berliner Ensamble', próximo al 'Bertold Brecht Theater', donde una noche coincidimos con Marlene Dietrich.
Nuestras conversaciones abordaban temas más históricos que políticos, y en una de ellas me sorprendió con la teoría de que España y Rusia, en ambos extremos de Europa, tenían como destino defenderla de las hordas africanas y asiáticas, respectivamente. Aunque lo más interesante fue su recelo hacia los chinos. Les haba visto erradicar a pico y pala una colina que disturbaba un proyecto industrial en una sola noche. Con gente así, fue su comentario, hay que andarse con mucho cuidado. Me gustaría comentar con él la guerra en Ucrania. O, mejor, la paz.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete