LA TERCERA
Una nueva Transición
«Pasado el tiempo y con el éxito de la Transición, incluso Gorbachov intentó imitarla con su 'Glasnot', sin éxito por razones bien distintas»
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Hay palabras que se desgastan de tanto usarla. El adjetivo 'histórico (a)' es la primera de ellas. Los periodistas somos quienes tenemos buena parte de la culpa, para enfatizar lo que escribimos, y no digamos los políticos, que la usan en cada segundo párrafo de ... su mitin. Pero también es verdad que la aceleración de los acontecimientos, parecida a las del Universo que se expande, es también una de los culpables del abuso. Yo, con mis noventa y tantos años a cuestas, he podido ver imágenes medievales en las aldeas lucenses, iluminadas por candiles en torno a la 'lareira', con personas y animales conviviendo para compartir el calor.
Lo que no llegué a ver es la Edad Moderna, aunque en los últimos tiempos se han precipitado los acontecimientos, de forma que se mezcla con la Contemporánea, formando un batiburrillo colorido, aunque no sé si muy edificante. Pero ese no es el tema de esta Tercera.
El tema es que la Transición, el cambio que experimentó España tras la muerte de Franco, aunque venía forjándose desde hacía tiempo, merece el título de vuelco, ya que significó oficialmente el paso de la dictadura a la democracia. Yo lo viví de lejos, en Estados Unidos, lo que si por una parte no me permitió participar en los eventos, me daba una enorme perspectiva sobre ellos, al tiempo que informaba sobre lo que allí se decía de ella.
Debo decir que la expectación, sin llegar a la reinante en España, era también grande. Con despachito en la ONU y contacto día y noche con mis colegas, algunos de ellos llegaron a pedirme consejo para desenvolverse por Madrid, al soñar que podrían redondear su carrera imitando a Hemingway en nuestra Guerra Civil. Pues la opinión general era que podríamos volver a ella. No sin razones, ya que ese salto no se había dado antes nunca sin sangre. Un hombre tan ecuánime como Juan José Linz, que enseñaba por aquel entonces en la Universidad neoyorquina de Columbia, para pasar luego a Yale a impartir Ciencias Políticas, predijo que por lo menos seguiríamos los pasos de Italia, donde convivían el Partido Comunista, sin ser mayoritario, junto a la democracia cristiana, y escribía sobre ello. Tenía sus razones, ya que los socialistas españoles apenas habían participado en la lucha contra el franquismo, ayudados por Comisiones Obreras, y pagado duramente por ello.
A toro pasado hablamos de ello y, con una sinceridad inusual en los intelectuales, me reconoció su error: «No tuve en cuenta que españoles e italianos somos mucho más distintos de lo que pensamos. Ellos son mucho más flexibles, mientras nosotros, aparte de más temperamentales, solemos buscar la inspiración en Francia, sin llegar, excepto en ocasiones, a cartesianos», me dijo. No fue el único que se equivocó.
Pasado el tiempo y con el éxito de la Transición, incluso Gorbachov intentó imitarla con su 'Glasnot', sin éxito por razones bien distintas. España, durante los años sesenta del pasado siglo, había dado un estirón económico al aumentar de manera exponencial su renta 'per capita' –claro, que veníamos de niveles ínfimos– y sobrepasar los mil dólares que se decía entonces que eran necesarios para establecer una democracia estable. Aunque también el 'régimen' tenía cada vez más partidarios de que había que prepararse para cuando quien era su fundador no estuviese. Pero de eso saben ustedes más que yo, que lo vivieron en directo.
La Transición, fundada en el consenso y avalada por la legalización de los partidos políticos, y que desembocó en la Constitución del 78, claramente aperturista, fue refrendada tras la muerte de Franco por la declaración de Don Juan Carlos I ante el Congreso norteamericano, donde aseguró que «iba a ser el Rey de todos los españoles». Y, en efecto, lo fue, abriendo cuarenta años de progreso y profundización de la democracia. Tuvo sin embargo, sus fallos. El primero, las prisas, que llevaron a tomar atajos, siempre peligrosos.
Puede que el que más fuese, sin duda, la escasa preparación democrática de los españoles, que nos llevó a confundir autonomía con soberanía, cuando la democracia es, ante todo y sobre todo, responsabilidad individual y colectiva, lo que nos ha llevado a despertar los nacionalismos regionalistas, que nos costaron tres guerras civiles en el siglo XIX y una, que valió por las tres, en el XX. Únanse ambas tendencias y y tendremos un efecto tan explosivo como el de la Primera República, durante la cual Cartagena llegó a convertir su cuerpo consular en diplomático para acreditar su independencia, y durante la cual Gandía declararía la guerra a Jaén, y estalló entero el litoral mediterráneo, declarándose repúblicas independientes Cataluña, Málaga, Cádiz, Granada, Valencia y Huelva. Uno de los presidentes de la República, no recuerdo cuál, llegó a decir aquello de «yo no mando ni en casa». ¿Vamos camino de ello? No creo.
No creo porque ni España, ni Europa ni el mundo son los de entonces. Pero hay síntomas ciertamente preocupantes. El primero de ellos es un presidente del Gobierno que no sólo manda en su casa, sino también en su partido y que ha mostrado interés en hacerse cargo de las instituciones, empezando por las judiciales, lo que destruiría el equilibrio de poderes. Más peligroso es que no tiene el menor escrúpulo en cambiar de parecer si favorece sus intereses personales.
Aunque lo más preocupante es que ha terminado en manos de quienes no se sienten españoles y de quienes quieren dar la vuelta a cuanto ha sido y sigue siendo España. Separatistas y extrema izquierda no son precisamente los mejores compañeros de viaje en un momento en que por todas partes su busca la unión, al ser lo que trae la fuerza. Quiero decir que la Segunda Transición, sin duda necesaria, igual puede llevarnos al futuro como devolvernos al pasado más negro.
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