LA HUELLA SONORA
7 de julio
El verano viene bien por eso: nos recuerda que si a todos nos tocara la lotería la vida sería un infierno de hombres con camisetas de tirantes
Y en Pamplona estalló la fiesta: Hemos vencido a la muerte
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He dicho que no a San Fermín porque tenía que ir a un bautizo y he dicho que no al bautizo porque tenía que ir a San Fermín, así que finalmente he pasado el fin de semana en casa, solo, reprochándome esta personalidad como de ... penitente en Jueves Santo y lamentándome por no tener planes. El verano es una cosa horrible. Nos muestra una foto del ser humano en estado salvaje, ya saben, esa aberración de la vida sin trabajo, de la comida sin techo y de la cerveza en vasos helados. Yo no quiero vasos helados. Tampoco quiero comer en una terraza, como los gorriones. Y mucho menos vivir sin trabajar.
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El verano viene bien por eso: nos recuerda que si a todos nos tocara la lotería la vida sería un infierno de hombres con camisetas de tirantes, pies al aire y cáscaras de melón. Por eso lo vivo como puedo, esperando que termine cuanto antes y vuelva de una vez la rutina. Para la gente feliz los cambios siempre son a peor. Y por eso digo que no a todo, es una enmienda a la totalidad. Porque a mí, lo que de verdad me habría gustado es tener siete hijos, una mujer guapa y buena, un Border Collie y una mansión en Liendo. Y pasarme el verano como esos hombres de antes, leyendo el periódico, la novela de Leopoldo Salinas y jugando al mus con el párroco, el boticario y un yonqui de Bilbao. Pero no pudo ser y ya es tarde para eso.
Pasear con Chapu por Pamplona es como pasear por Liverpool con Paul McCartney
Aun así, el verano tiene algo bueno. Y es San Fermín, claro. La primera vez que fui era 1999, sonaba el 'Mambo Number Five' y dormí en casa del hermano de un amigo, que era Policía Nacional y que solo me puso una condición: «Nadie puede saber que soy policía. Nunca. Bajo ningún concepto». Eran años duros y la cosa iba en serio. Cuando conocí a su novia, con la que llevaba tres años, nos caímos bien. Al tercer día, en familia, hice una referencia somera al trabajo de su novio, pero extremando el cuidado para que nadie más lo oyera, tal y como me habían indicado. Cuando se fue me cayó una bronca que todavía recuerdo. Porque ni siquiera ella lo sabía. Me sentí tan mal que me tuve que ir. No podía seguir divirtiéndome en un mundo tan repugnante.
Y no volví hasta 2022, para hacer un reportaje. Me recibió Chapu Apaolaza, me puso una suite en la plaza del Castillo y me trató como si yo fuera Hemingway. Tuve la suerte de vivir San Fermín con su gente y en su ambiente, aunque, en realidad, su ambiente es todo Pamplona. Pasear con Chapu por allí es como pasear por Liverpool con Paul McCartney. Conocí otro San Fermín muy diferente al del joven turista calimochero y metepatas. Bastante mejor, por cierto, aunque en absoluto más 'light': del encierro al desayuno, y por desayuno no piensen en un café y un croissant sino medio litro de rosado, otro medio de pacharán y todas las vísceras de todos los animales de la Baja Navarra, qué sé yo, morro, oreja, párpados; de ahí a la procesión con vermú, luego al vermú con procesión y ya empalmamos con unas tapas hasta la comida; después las copas hablando de toros, luego los toros hablando de copas y ya unas cervezas hasta la cena. En fin, un ritmo infernal que me río yo de los guiris de veintipocos. Y del ayuno intermitente.
Este año no voy, ya les he dicho que soy idiota. Pero cada mañana estoy frente al televisor, viendo a Chapu en la Cuesta de Santo Domingo como una folklórica delante de su torero. Me pongo el pañuelo que me regaló su mujer –guapa y buena–, que tiene mi nombre bordado y paso más miedo que Curro con un Cebada Gago. Acabo el encierro reventado. Pero cuando veo que todo ha salido bien siento que hemos vencido a la vez a la muerte y al verano. Aunque, en realidad, viene a ser lo mismo.
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