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Una España sin hijos

Las causas de esta preocupante tendencia de tan baja natalidad son muy diversas, pero todas deberían contar con una adecuada respuesta en las políticas públicas sobre la familia

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España tiene que hacer frente a su grave problema de natalidad, cuya tasa de 7,1 nacimientos por cada mil mujeres, es una de las más bajas de Europa, solo por delante de Italia. En 2021, el número medio de hijos por mujer en España fue de 1,2, lo que no garantiza la reposición demográfica, porque en ese mismo año hubo más fallecimientos (en torno a 450.000) que nacimientos (337.000), con una diferencia de 113.000 muertes, siguiendo la dramática pauta de los últimos años. Son cifras que no representan un repunte ocasional provocado por la pandemia de Covid-19, sino un escenario sociológico bien asentado. Los datos anticipados por el Instituto Nacional de Estadística para el primer semestre de 2022 ratifican el pesimismo demográfico, con una caída récord de nacimientos, desde que comenzaron los registros en 1941. Además, el número de abortos voluntarios quirúrgicos en 2022 permitirá evaluar su impacto en el balance demográfico anual, aunque será relevante si se mantiene en la línea de los años anteriores.

Las causas de esta preocupante tendencia son muy diversas, pero todas deberían contar con una adecuada respuesta en las políticas públicas sobre la familia. Enfocar la cuestión solo desde la perspectiva de las pensiones es un reduccionismo peligroso. El punto de partida ha de ser una visión política positiva sobre la familia, la maternidad y los hijos. Y esta visión es la que no existe en el discurso ideológico predominante. La población en edad de paternidad y maternidad se mueve en un ambiente social poco propicio para asumir la responsabilidad de tener hijos. Porque, en efecto, un hijo es una fuente de responsabilidades y compromisos, no un derecho de sus progenitores. Sobre la generación 'child free' (libres de hijos) pesan problemas objetivos, como la precariedad en el trabajo, que no da seguridad económica para asumir nuevas cargas familiares; la ridiculez de sueldos medios, incompatibles para atender los gastos de un hijo; los horarios de trabajo, que reducen la conciliación a un mero eslogan; o las trabas para acceder a una vivienda digna, que no concede comodidad ni privacidad básicas a padres e hijos.

En paralelo a estas situaciones disuasorias, pero no imposibles de revertir con políticas públicas y laborales ambiciosas, corren también planteamientos más subjetivos. La estabilidad y el compromiso en la vida de pareja se percibe como un ideal de otro tiempo, con su proyección clara en el descenso del número de matrimonios, constante desde 2016. La oferta de la vida actual invita también a muchos jóvenes a plantearse su realización personal y profesional sin condicionamientos externos, porque no tener hijos no solo responde a dificultades exógenas; es una opción voluntaria creciente en un clima de individualismo. Tampoco faltan posiciones ideológicas que ven en la maternidad una especie de sumisión de la mujer al hombre o una contribución al deterioro del planeta, mensajes carentes de fundamento, pero con capacidad de penetración en sectores muy permeables a estas doctrinas negativistas.

Las proyecciones estadísticas para los próximos años son sombrías. La política actual se ha hecho muy paternalista con el ciudadano en casi todos los aspectos de su vida, salvo en el de la natalidad, velada por el monopolio que ejerce el aborto voluntario en la agenda política y legislativa de España sobre esta cuestión, la falta de políticas de apoyo a la maternidad y los prejuicios ideológicos hacia todo cuanto implique animar a los jóvenes por la opción familiar. No es la solución centrarse en definir, y hasta legislar, sobre dieciséis tipo de familia, algunos casi estrambóticos, en vez de crear las condiciones socioeconómicas que posibiliten e incentiven la maternidad, con políticas natalistas efectivas, que nos alejen del invierno demográfico.

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