casa de fieras
Que sigamos callados
Qué dosmiles aquellos. Esos recuerdos, ese París del 68 que hicimos de Madrid
Todo sobre mi madre
Los quinientos de Barajas
Marzo helado y bajan las gotas arrastrándose por la ventana. Trato de no seguir el surco que dejan tras el cristal. Allí, fuera, todo es ruido. Todo atasco y crispación. No puedo concentrarme si quiera en el guión de la nueva serie. Algo dentro ... de mí dice que actúe. Que lo haga ya, sin demora. El teléfono no suena. Ninguno de los míos me ha escrito para decirme, oye, ¿qué hacemos? Dudo si hacerlo; ser yo quien empiece esa bola de compromiso que arrastre a todos los nuestros. Qué pensará, Luis. Pero si le llamo y levanto la liebre, qué se yo: ni premios, ni comilonas, ni prestigio… Si aún no ha dicho nada será que no hay que hacerlo. Es obvio. ¿Escribo un manifiesto, entonces? pero ¿y si no se suscribe nadie? ¿por qué no lo han hecho ya?
Miro el reloj de la pared. La grieta de al lado parece más profunda. No me extraña con todo lo que está lloviendo estos días. Concéntrate, vamos, ¡concéntrate! Necesito leer la descripción del personaje. Soy actor. Yo puedo hacer como si no pasara nada. Abstraerme de la dolorosa realidad. Cómo va a ser capaz de hacer caso a esos belicistas, señores de la guerra. Me duele la cabeza. Me persigue un ruido, un algo que genera un sonido insoportable en forma de zumbido. Me pesan los dedos, los ojos, incluso. Tengo que dejar a un lado esta convicción, esta forma de entender el mundo contraria a comprar armas. Nosotros no compramos armas. Nosotros dialogamos. Pero la pantalla sigue apagada. Nadie. Ni uno sólo de los nuestros dice nada. Este silencio me hace dudar. Será que necesitamos armas para defendernos, dicen algunos. Será que las necesitamos para usarlas, alegan otros. Qué barullo creer en algo.
Me levanto del escritorio. Caliento la garganta. Me sirvo un té. Me acuerdo de aquello de Céline de «las fatigas que da la angustia no tienen nombre». Buen escritor era Céline. Él participó en la I Guerra Mundial y sabe de lo que hablo. Me duele pensar que no estamos diciendo nada. Que no estamos haciendo nada. Encima mira Vox, ¡fachas! Ellos tampoco quieren rearmarse. ¿Me habré vuelto también facha? No hombre, no. Soy actor, no gilipollas. Quizá esta falta de información sobre qué tenemos que pensar o qué tenemos que decir es por algún motivo mayor. Será eso, seguro. No tiene sentido que ni uno haya alzado la voz. Ni un solo compañero que se moje y pida salir a la calle y volver a corear aquello de «No a la guerra». Me emociono. Qué dosmiles aquellos. Esos recuerdos, ese París del 68 que hicimos de Madrid. Estuvimos todos. Hoy, algunos faltan. Me duele el pecho. Abandono la idea de concentrarme. No está el mundo para mirar hacia otro lado. Nos debemos a él. Tenemos que reaccionar y hacerlo ya. Me decido. Me levanto. Voy a llamar uno a uno a mis compañeros y compañeras. Vamos, Alfonso.
El teléfono se ilumina. Por fin, un mensaje. Se apaga la tristeza. Sale el sol por entre las nubes. Sabía que no callarían tanto tiempo. Son del sindicato. Perfecto. ¿Qué? ¿Cómo? Ah vale, bien. Que sigamos callados. Pues seguimos. Voy a leer el guión.
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