Lealtad, serenidad y discreción: el ejemplo de la trayectoria de Isabel II
La Reina ha sido una monarca muy reflexiva, consciente de que el servicio a su país es lo único que puede explicar el privilegio en una sociedad igualitaria y con un aprecio solo relativo por el pasado
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Isabel II nos deja un ejemplo de servicio incansable y sin tacha al bien común. Ha reinado setenta años, una cifra prodigiosa en un mundo de cambios acelerados y crisis encadenadas, que hoy desembocan en incertidumbres mayúsculas, tanto europeas como globales. A lo largo ... de miles de actos públicos y de incontables reuniones privadas, la Reina ha demostrado una altísima profesionalidad, con una energía, una dedicación y una fidelidad al papel que le había sido encomendado por la historia difíciles de igualar. Tal vez los dos ingredientes de su fórmula magistral para aportar continuidad y estabilidad a su país sean una lealtad máxima a su misión como jefe de Estado y una sutil capacidad de adaptación. Todo el mundo es persona pública, pero a los que más poder desempeñan les pedimos mayor ejemplaridad, porque son fuente de moralidad social, escribe Javier Gomá. Añade el filósofo bilbaíno esta reflexión que también se puede aplicar a Isabel II: «Los políticos son ejemplos. Si el ejemplo es la fuente de moralidad, el ejemplo público es la fuente de la moralidad pública; los políticos son modelos sociales y con su ejemplo generan hábitos sociales y costumbres».
En el caso de Isabel II, su poder era en primer lugar simbólico y moral, aunque también ejercía verdadero poder constitucional de acuerdo con los usos y tradiciones de la gran democracia británica. Ha cumplido con creces, dando ejemplo con una auto-exigencia y un sentido del deber apabullante.
He tenido la ocasión de saludarla en dos ocasiones en Londres, siempre en reuniones con un protocolo perfecto, invisible y conducente a destacar la naturalidad y la facilidad de trato de la Reina. La primera vez fue en una universidad, cuya nueva sede inauguraba. Me presentó con mucha cordialidad el Duque de Wellington y ella se paró un minuto e inició una breve conversación con una pregunta. Unos años después asistí a la cena en el palacio de Buckingham en honor de los Reyes de España. Nuestro monarca tuvo el acierto de dirigirse a ella con enorme afecto como sobrino suyo. Isabel II se mostró muy contenta y alargó la velada. Más inquieto estaba el Duque de Edimburgo, pues en esa ocasión se despedía de su participación durante muchos años en actos oficiales.
Distancia prudente
Mi impresión es que Isabel II ha sido una monarca muy reflexiva, consciente de que el servicio a su país es lo único que puede explicar el privilegio en una sociedad igualitaria y con un aprecio solo relativo por el pasado. La Reina ha aportado cohesión al Reino Unido, inmerso en grandes cambios económicos, geopolíticos y sociales desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Se ha mantenido serena ante episodios tan traumáticos como la crisis de Suez, la descolonización, los referendos sobre Escocia o la pertenencia a la Unión Europea. Guardaba una distancia prudente que no le impedía afirmar lo que unía en vez de lo que separaba a sus compatriotas. En el plano personal ha tenido que gestionar graves problemas familiares y años horribles. Pero en el año final de su reinado, su popularidad era mucho más alta que la de cualquier político británico.
Se podría decir que Isabel II es un espléndido ejemplo de liderazgo responsable y resistente, que contrasta con el estilo en boga de los mal llamados hombres fuertes. Desde que empezó su reinado con solo veinticinco años, se ha situado en las antípodas de la estridencia y la emocionalidad excesiva de tantos políticos populistas -empezando por el que hasta hace unos días era su alborotado primer ministro-, que proponen soluciones sencillas a problemas muy complejos. Sabemos que cuando dichas propuestas no funcionan, entonces buscan enemigos externos a los que culpar de todos los males. La Reina, por el contrario, ha optado por la discreción, el buen hacer en su trabajo diario y la consistencia entre sus palabras y sus actos. Isabel II ha perfeccionado el arte de sentirse cómoda ante la complejidad y la falta de certezas, el paso más difícil a la hora de gestionar el poder. Ha transformado su legitimidad histórica y constitucional en legitimidad de ejercicio, sin renunciar a los símbolos y a la historia que encarna. Impresionaba escucharla leer sin inmutarse año tras año el discurso de apertura del parlamento preparado por el gobierno de turno. Ha conocido dieciséis jefes de gobierno de los que ha recibido consejo y a los que ha aconsejado a su vez, haciendo en ocasiones de adulto en la habitación.
El destino ha querido que la última primera ministra a la que ha encargado formar gobierno hace apenas unas horas sea una exrepublicana, Liz Truss, hoy convertida en devota monárquica y guardiana de la tradición. La gran experiencia que ha acumulado la Reina no solo se ha debido a su longevidad sino a su capacidad de aprender con cada acontecimiento histórico. Para reponer fuerzas se refugiaba en la naturaleza, en sus caballos, sus perros y, en los últimos años de su vida, en la jardinería, un descubrimiento tardío. Quizá la película que mejor refleja su personalidad y su estilo de liderazgo sea 'The Queen', dirigida por Stephen Frears y protagonizada por Helen Mirren. El film, que espero ver estos días una vez más en homenaje a Isabel II, narra con maestría cómo la monarca gestionó con enorme tiento y serias dudas la crisis de opinión pública ocurrida tras el fallecimiento de Diana de Gales. Vivimos una época en la que se pide con insistencia más liderazgo en la política, la empresa y cualquier otro ámbito de la vida. Pero el interrogante crucial no es dónde encontramos líderes más visibles y seguros de sí mismos, capaces de tomar muchas decisiones en poco tiempo. El ejemplo reflexivo de Isabel II y su visión a largo plazo nos lleva a preguntarnos si medimos el liderazgo en función de los valores humanos que se promueven y de los medios que se escogen para alcanzarlos.
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