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«Mientras me torturaban se me cayó la capucha y le ví: era Cavallo sujetando la picana»

José «Rolo» Miño pasó cuatro meses en la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA). Tardó veinte años en poder contar el horror vivido, «tenía miedo, con todas las letras». Arquitecto, fue profesor en la facultad y compañero en la ESMA de otra ex desaparecida, Ana Testa, cuyo responsable en el centro de exterminio de la dictadura fue Ricardo Cavallo. Vive en Buenos Aires.

José «Rolo» Miño ha tardado veinte años en poder contar el horror vivido a causa de las torturas de Ricardo Miguel Cavallo

«Marcelo», como conocían al oficial hoy detenido en México, le aplicó «personalmente» la picana. «Saber que ahora está detenido es volver a vivir». El año pasado, por primera vez, «pude brindar con mis hijos por estar vivo».

El día que detuvieron en Cancún al ex marino, «Rolo» Miño «estaba viendo la televisión y pensé ¿quién será ese tipo? Di la vuelta y se me hizo un clic, al verlo caminar me dije: este hijo de puta es “Marcelo” (nombre por el que los desaparecidos conocían al capitán de corbeta Ricardo Miguel Cavallo). Fue algo muy extraño, muy contradictorio. Pensé en los que no están por su culpa. Desconfíe, me dije, esto es un circo, va a seguir su camino, va a volver. Al mismo tiempo sentí alegría y me dije, por fin van a juzgar a uno que va a tener la oportunidad que nosotros no tuvimos: un juicio. Por fin, la Justicia se está poniendo los pantalones largos. No es la nuestra, es la española con el apoyo de México... Es como volver a vivir. Aquí te los estás encontrando a cada rato, en una restaurante, en el cine, a la vuelta de la esquina, están en todas partes y no pasa nada».

CARA DE BUENA PERSONA

Como era habitual en la ESMA, a los secuestrados que tenían posibilidades de «recuperarse» para la sociedad se les asignaba una especie de «tutor», «el mío era Ariel, un aviador de la Armada», pero «Rolo» Miño también conoció y supo quién era Cavallo. «Tenía aspecto de estudiante, cara de buena persona, de esos que te escuchan, que dan la imagen de que te quieren ayudar y te comprenden. Iba un poco de pobrecillo, con cierto aire melancólico, a algunos les podía despertar hasta cierto afecto. Quería aparentar que él no sabía muy bien por qué estaba ahí y cuál era su misión».

Sin embargo, Ricardo Miguel Cavallo, «Marcelo», «Sérpico» o como gustase que le llamaran, fue escalando e intercalando funciones a la perfección. Podía encabezar los interrogatorios o, indistintamente, ejecutar con su propia mano los suplicios. «Durante una sesión, al mismo tiempo, me golpeaban y me daban descargas eléctricas con la picana. En una de esas, por los espasmos, se me cayó la capucha. Vos no querés mirar, pero mirás. Ahí estaba él, “Marcelo”, sujetando la picana, torturándome».

La máquina, «picana, lo más difícil de soportar —explica—, es un invento del hijo del poeta argentino Leopoldo Lugones para arrear ganado. Consiste en colocar electrodos sobre la piel y aplicar descargas eléctricas», mientras el cuerpo aguante.

Tres días con sus noches duró el suplicio, pero la historia había comenzado «el 13 de noviembre de 1979. A medianoche, una patota (pandilla) entró en mi casa. Dijeron ser policías. Registraron todo y descubrieron un carrete de fotografías del «Pata Pared», un amigo montonero (guerrilla contra la dictadura), con información comprometedora. Me llevaron en un Falcón verde (vehículos favoritos para estas operaciones) directo a una sala de torturas del primer subsuelo de la ESMA, que se encontraba insonorizada con cajas de cartón para huevos. Sobre una camilla me ataron las muñecas y los tobillos. Desnudo, con una capucha en la cabeza me metieron máquina (picana) y me machacaron a golpes».

El objetivo era arrancarle «dónde encontrar al “Pata”... El instinto de supervivencia se convierte en un acto reflejo. Había que ganar tiempo. Les dije: “Me va a llamar al estudio”. Entonces, me llevaron a diario a mi despacho, intervinieron los teléfonos, pero el “Pata” no fue. Durante la espera oí que les comunicaban que, durante ese tiempo, lo habían visto llamar a mi casa dos veces. En un arranque de humor hice una broma sobre la eficiencia de su servicio de vigilancia. De regreso a la ESMA se ensañaron de manera salvaje conmigo».

Atrapado más tarde el «Pata», este «peregil» (infeliz) como en alguna ocasión le llamaron sus carceleros, entró en el grupo de los «recuperables. Era el mundo del revés. Unos días antes te estaban matando y al siguiente te trataban como un ser humano y te ponían a ver combates de boxeo en la televisión. Me mandaron a ordenar el archivo del diario “Noticias” y tareas de oficina».

Durante aquel tiempo, cuatro meses, Cavallo, «para nosotros “Marcelo” o “Sérpico”, se paseaba, conversaba con nosotros, pero especialmente con Ana Testa». Juntos descubrieron que, entre los rasgos que caracterizaban la personalidad del capitán de corbeta, se encontraba, «el humor negro. El 23 de marzo de 1980 por la noche, la víspera de nuestra liberación, nos sacó a Ana Testa y a mí de la ESMA, y nos llevó a tomar un café a un bar, para brindar porque nos daban de baja, como decían ellos. Al día siguiente se cumplían cuatro años del golpe de Estado (contra el Gobierno constitucional de Isabel Martínez de Perón). Allí mismo comentó: “Con tal de no festejar el aniversario ustedes son capaces de quedarse acá un día más”».

VEINTE AÑOS DE SUPLICIO

Cuatro meses duró el suplicio físico, el mental es infinito. «Durante mucho tiempo no pude dormir bien, tenía miedo a la oscuridad, a que se volviera a repetir todo. Pasé por toda la variedad de psicoanálisis que pueda imaginar. Tardé veinte años, como digo yo, en quitarme la capucha. No pude declarar en la Conadep (Comisión Nacional de Desaparecidos) porque tenía miedo, con todas las letras». Cuando recuperó el valor y las fuerzas para señalar a sus verdugos, en la Argentina de Raúl Alfonsín estaba en curso una causa judicial sobre la ESMA. «La Fiscalía tenía ciento veintiocho sobrevivientes. Seleccionaron a ciento tres. Yo era el testigo ciento tres. Durante el proceso judicial se dictó la Ley de Obediencia Debida y todo se vino abajo». La ley mencionada centró las responsabilidades penales únicamente en los altos mandos y «liberó» a los militares de grados inferiores.

El día a día en la ESMA significaba «convivir cotidianamente con la muerte. Estás convencido de que te van a matar. Sabíamos: hoy puedes estar y mañana no. Vives aterrorizado, no existes. Estás desaparecido».

YO, FELIZ; ÉL, ASUSTADO

Vivo y disfrutando de su libertad, «Rolo» Miño se tropezó en dos ocasiones con algunos de sus represores, «con “Panchito” y con Orlando González, oficiales de la ESMA. Al primero fue en la terminal del ferrocarril, casi nos chocamos. Me miró, siguió caminando nervioso, me negó con el dedo y dijo: “No me hables, no me hables”. Seguí de largo. Al otro, que durante mi cautiverio utilizaba las ropas que me había robado, le llamaban el “Hormiga”, había ganado un concurso nacional de fotografía, donde el tema, no por casualidad, era “La parca”. Presentó los trabajos de los desaparecidos como si fueran suyos. A éste lo vi en el autobús, estaba formando un escándalo porque esa parada no estaba acondicionada. Le clavé la mirada y se calló, no dijo una palabra y no lo volví a ver en el resto del trayecto. ¿Qué sentí? Satisfacción, yo estaba feliz, libre, en la calle y él asustado, temblando».

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