Así fue el holocausto jemer
Entre 1975 y 1979, los Jemeres Rojos de Pol Pot impusieron en Camboya un régimen maoísta que se cobró dos millones de vidas en los «campos de la muerte»

Después de ocho años de guerra civil y una explosiva situación política marcada por la guerra en el vecino Vietnam y el golpe de Estado del primer ministro Lon Nol que derrocó al rey Sihanouk en 1970, la insurgencia comunista de los Jemeres Rojos, apoyada por la China de Mao y el exiliado monarca, tomó Phnom Penh el 17 de abril de 1975.
Empezaba así el horrendo «Año Cero» que el «Hermano Número 1» de los Jemeres Rojos, Pol Pot , implantó en Camboya. En su desquiciado intento por alcanzar la igualitaria utopía comunista a través de una sociedad agraria sin clases, los Jemeres Rojos despoblaron las ciudades, recluyeron a sus habitantes en campos de trabajo, separaron a las familias, abolieron la propiedad privada, prohibieron la religión, aislaron al país, cerraron los bancos, quemaron el dinero, suprimieron la educación, clausuraron los hospitales, anularon la individualidad del ser humano y liquidaron sin piedad a todo aquél que consideraban su enemigo.
Estos eran los miembros de la afrancesada clase urbana que, a su juicio, tenían explotados a los paupérrimos campesinos. Al principio, la represión golpeó a los ricos, intelectuales, técnicos, maestros, funcionarios de la Administración, oficinistas e incluso a aquéllos que hablaban algún idioma extranjero o que, por razones tan peregrinas como tener gafas, parecían más ilustrados que los demás. Pero pronto afectó a todos por igual en su plan por crear una «nueva sociedad», una locura ideada por revolucionarios comunistas y anticolonialistas procedentes de familias acomodadas que, irónicamente, habían estudiado en la Sorbona de París.
Además de la infame prisión de Tuol Sleng (S-21), una antigua escuela reconvertida en centro de torturas, el símbolo más macabro del régimen jemer es el «campo de la muerte» de Choeung Ek, a 15 kilómetros de Phnom Penh y donde se han abierto 86 de sus 129 fosas comunes. Allí se han encontrado 8.895 cadáveres repartidos por fosas como la número 1, en la que había 450 cuerpos; la 7, donde sólo había cabezas; o la 5, situada junto al tristemente famoso árbol de la muerte.
Atrocidades
Tal y como explica una inscripción, los verdugos jemeres cogían a los bebés por los pies y estrellaban sus cuerpos contra el tronco para romperles el cráneo, arrojándolos luego a la fosa como si fueran un trasto roto. En medio de la oscuridad, y como corderos que caminan mansamente al matadero, decenas de hombres y mujeres atados en fila india y con los ojos vendados recibían, uno tras otro, un golpe en la nuca con una azada o una caña de bambú. Luego, otro verdugo les rebanaba el cuello con un cuchillo y los tiraba al hoyo mientras en los altavoces sonaban atronadores los himnos revolucionarios de los Jemeres Rojos: «Somos leales a Angkar, no puedes traicionar a la Organización».
Para honrar a las víctimas de esta locura, que terminó cuando el Ejército de Vietnam «liberó» Camboya y desalojó a los Jemeres del poder en enero de 1979, en Choueng Ek se ha levantado un tétrico mausoleo con forma de estupa repleto de calaveras. En Camboya, hasta los homenajes huelen a muerte y destrucción.
Aunque los juicios contra los Jemeres pretenden ser una especie de catarsis colectiva, en este paupérrimo país del Sureste Asiático siguen conviviendo víctimas y verdugos. Raro es el camboyano que no perdió a cinco, diez, quince o veinte familiares durante aquella época. Y raro es el funcionario de la Administración o político que no formó parte de los Jemeres Rojos, como el primer ministro Hun Sen, quien desertó a Vietnam antes de la caída del régimen, lleva en el poder desde 1985 y ha hecho todo lo posible por demorar el juicio.
Auspiciado por la comunidad internacional, el proceso judicial contra los Jemeres Rojos llega tarde e incompleto, pero sigue levantando ampollas en la sociedad camboyana. Sobre todo cuando los familiares de las víctimas contemplan espantados los polémicos escándalos de corrupción que han salpicado al tribunal, en el que la ONU ha gastado más de 100 millones de euros desde 2006 para que los Jemeres Rojos comparezcan ante la justicia y la historia.
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