La vergüenza del Papa laico que Roma asesinó y borró de la historia: «Le sacaron los ojos»
El antipapa Constantino II, en el cargo por designio de su hermano, fue asesinado por una turba tras apenas trece meses al frente de la Iglesia
«El valido más brillante de Castilla terminó ejecutado por el rey al que sirvió fielmente»

Lo suyo fue una 'damnatio memoriae' en toda regla, aunque precedida de un asesinato estremecedor. Durante el verano del 768 d.C., una turba furiosa desató su ira contra Constantino II. Enfurecidos, los ciudadanos de Roma se ensañaron con la víctima y le ... sacaron los ojos antes de terminar con su vida. Aquel fue el amargo final en la Tierra de un tipo controvertido; un militar laico que, tras dar un golpe de Estado junto a su familia, había usurpado el poder de la Ciudad Eterna y se había hecho nombrar Sumo Pontífice. Poco después, la Iglesia también terminó con su legado quemando todos los documentos que había emitido en su pontificado. La máxima: ocultar su figura.
Convulsa Italia
No fueron buenos tiempos para la 'vecchia Europa' a partir del VII . A mediados de siglo, la Italia más central era una región disputada entre las potencias de aquí y de allá. El Imperio Bizantino es el ejemplo más claro: entre los años 680 y 681 d.C., los herederos de las legiones no tuvieron más remedio que reconocer de manera oficial al reino lombardo, ubicado al norte de la península itálica, tras una dura y larguísima guerra. Aquello puso en el punto de mira a la ciudad de Roma, amenazada a partir de entonces por el nuevo poder preponderante en la región. Las viejas glorias caían, y ni el lejano poder de Oriente podía defenderlas.
Según explica el profesor de la Universidad de Atenas Evangelos K. Chrysos en su ensayo 'El Imperio Bizantino', a pesar «del reconocimiento que le otorgó el emperador Constantino IV en el 680, el Estado lombardo continuó su expansión y ocupó gradualmente las posesiones bizantinas en Italia». El golpe más duro fue la toma en el 751 de la ciudad de Rávena más de un siglo después. Aquello, corrobora el experto, puso en riesgo a la misma Roma, ya bajo el poder papal. Para colmo, los francos presionaban también en la región y aumentaban, poco a poco, su presencia en el centro de Italia. Todo ello, mientas el Sumo Pontífice luchaba por consolidar su control sobre los nacientes Estados Pontificios, alumbrados en el 754.
En mitad de aquel volcán político y territorial, el duque Toto de Nepi movió ficha y marchó sobre Roma al recibir noticias de que el papa Pablo I se hallaba en su lecho de muerte. El objetivo estaba cristalino: impulsar hasta la poltrona a un candidato afín, una marioneta con la que regir la zona. Lógico ya que, como bien explica el divulgador Luis Jiménez Alcaide en su ensayo 'Los papas que marcaron la historia', el Sumo Pontífice había dejado de ser «solo la autoridad espiritual» para «convertirse también en un príncipe soberano». Un cóctel de religión y política, vaya.
Ahí arrancó la locura. A las puertas de la Ciudad Eterna, Toto se reunió con el canciller papal, Cristóforo, y juró no influir en la elección del nuevo Sumo Pontífice tras la muerte de Pablo I. Mintió. El 28 de junio, cuando el Papa dejó el mundo terrenal, sus ejércitos accedieron a Roma por la fuerza en lo que ha sido considerado un golpe de Estado por parte de los historiadores locales.
Nuevo Papa
Toto protagonizó entonces una de las mayores ignominias de la historia de la península itálica. Para empezar, se autoproclamó Duque de Roma. A continuación, con la ayuda tres de sus hermanos, hizo que el cuarto, Constantino, fuera elegido Papa por aclamación popular de una multitud de soldados y civiles. Poco le importó que su candidato no se hubiese acercado a la religión en toda su vida. En un tiempo récord ordenó que fuese ordenado y coronado. «Por su voluntad, aquel seglar recibió en seis días todas las órdenes sagradas», explica Mario Madrid en 'Tú eres Pedro: el papado en la historia'. Unos días después, los obispos de Praeneste, Alba y Porto fueron obligados a consagrarle.
Huelga decir que el nuevo Duque de Roma no dejó ningún movimiento al azar. Tras instalar a su hermano en Letrán, obligó a Cristóforo a ingresar en un monasterio. Por su parte, el ya Constantino II escribió a Pipino, monarca franco, para entablar una alianza que evitara un posible ataque sobre Roma. De esta forma, solo tuvo que poner sus ojos en los lombardos, que suspiraban todavía por hacerse con la Ciudad Eterna y expulsar de la península itálica los últimos reductos bizantinos.
El fallo de esta extravagante pareja fue fiarse de Cristófono. El antiguo canciller papal prometió que se recluiría en el monasterio de San Salvador de Reiti. Sin embargo, una vez fuera del alcance de Toto, huyó hacia el reino lombardo con su hijo y solicitó la ayuda del duque Teodicio de Spoleto y del monarca Desiderio. Estos, ansiosos por inmiscuirse en la elección de un nuevo Papa, prestaron sus ejércitos para marchar contra el usurpador. El contingente se abrió paso en dirección a la Ciudad Eterna el 30 de julio del 768 con la idea de entablar batalla.
Narran los cronistas que la contienda fue sangrienta, pero rápida. Toto, trémulo en el poder por la falta de apoyos, murió durante la batalla. Constantino II, por su parte, fue hecho prisionero en Letrán, donde residía. Fue un pontificado de apenas 13 meses.
Algo bueno tuvo esta locura. En abril del 769 se convocó en Roma un sínodo en el que 49 obispos analizaron las irregularidades que habían permitido a Constantino llegar hasta la cúspide del poder de la Iglesia. La reunión, guiada por Cristóforo, decretó que los laicos no podrían a partir de ese momento participar en las elecciones papales. La vergüenza por lo sucedido fue tal que fueron quemados los documentos de la administración del antipapa y se revocaron todas sus decisiones.
Pero no acabó aquí esta suerte de película de Hollywood. Después de un intento infructuoso de ubicar en la silla papal a un lombardo, Esteban III fue elegido de forma canónica bajo el liderazgo de Cristóforo y consagrado el 7 de agosto del 768. Constantino, por su parte, fue encarcelado en un monasterio en el que pasó sus últimos días, que no fueron muchos. Así lo narra el historiador del siglo XVI Gonzalo de Illescas en su 'Historia pontifical y catholica': «Un día, sucedieron en Roma grandes alborotos y muertes de hombres. […]. Al desventurado antipapa Constantino, los romano le sacaron los ojos, sin que el papa Esteban lo pudiese evitar, aunque lo procuró en todo lo posible».
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