Verdades, mentiras y cambios de bandera en la Primera República: el naufragio de un sistema caótico
El politólogo y escritor Javier Santamarta publica 'Esto no estaba en mi libro de historia de la Primera República' (Almuzara) para desmentir bulos y malentendidos de un desastre anunciado

La Primera República dejó datos y anécdotas a cuentagotas en la memoria de los españoles, entre ellas que su primer presidente, Estanislao Figueras y Moragas, se despidió del cargó con la nada ambigua frase de «señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros». También que tuvo cuatro presidentes en sus primeros once meses. O que terminó con la abrupta entrada del general Pavía a caballo en el Congreso de los Diputados para poner fin al esperpento. Se recuerdan apenas estas pinceladas que, encima, resulta que son todas falsas.
No existe ninguna prueba de que el primer presidente pronunciara una despedida tan a la francesa y, si acaso, lo hubiera dicho en catalán. Lo de Pavía hundiendo el buque republicano es en parte cierto, pero no que entrara a caballo en el edificio. Y sobre los cuatro presidentes, cabe recordar que ni siquiera hubo uno. «Los presidentes no pueden ser conocidos como presidentes de la República porque nunca hubo una república constituida como tal, no hubo constitución. Del mismo modo, hay que recordar que Pavía disolvió las cámaras, pero no la República», explica el politólogo y escritor Javier Santamarta, que acaba de publicar 'Esto no estaba en mi libro de historia de la Primera República' (Almuzara) justo para desmentir bulos y malentendidos sobre un periodo tan complejo.
La Primera República nació a trompicones y se marchó, como sus últimos diputados, enfilando la cuesta de la calle del Congreso. El fracaso de la monarquía de Amadeo de Saboya abrió las puertas a un sistema de Estado que nadie había pedido de forma masiva, aunque la Asamblea Nacional insistiera en presentarse como voz del pueblo. «Eso, y no las cortes franquistas, sí que fue hacerse el harakiri. Unas cortes monárquicas votaron, tras la abdicación de Amadeo, crear una república. Lo hicieron de manera ilegal siguiendo la constitución anterior y porque el Rey no abdicó correctamente», señala Santamarca.
En medio de su fuga, el despechado Amadeo no estaba para detenerse y leer la Constitución.
El libro de Santamarta, escrito con su característico humor y vocación desmitificadora, se sumerge en el turbulento siglo XIX español para comprender cómo un sistema como aquel terminó en un país como ese. «El siglo tiene muy mala fama, pero no nos hemos dado cuenta de que pasa igual en todo el mundo, incluso en Estados Unidos, que va a tener hasta una guerra civil», recuerda. La inestabilidad provocada por una tormenta perfecta (una nueva guerra carlista, revuelta en Cuba y rebelión cantonal) fue la tónica general de esta Primera República. En tan sólo siete meses más de veinte localidades se animaron a modificar unilateralmente su relación con el Estado.
Cartagena, capital de España
El caso más conocido y duradero fue el del cantón de Cartagena, que, bajo el mando del diputado federal Antonio Gálvez Arce, conocido como Antonete, inició un viaje a las tinieblas. «Hay cierta confusión con lo ocurrido en Cartagena, que no es que se independizara de España, sino que terminó proclamándose capital de España, capital de la República, para representar que Madrid lo estaba haciendo fatal», señala el escritor madrileño sobre un episodio 'pre autonómico' que, curiosamente, no involucró a territorios como el catalán o el vasco que luego darían tanto que hablar.
El colmo del disparate ocurrió con la petición de ayuda de los líderes cantonales al presidente de Estados Unidos, Ulysses S. Grant. «Se dice que querían ser un estado de Estados Unidos, pero solo quería protección en un momento en el que estaba siendo atacado por la armada estatal con unos borbardeos atroces», aclara Santamarta.

Fue un curso tan intensivo como doloroso de parlamentarismo, con enfrentamientos entre partidos, entre presidentes, entre vecinos, entre primos, que, como único recuerdo material, dejó una infinidad de nombres de calles con los protagonistas del episodio. Lo que no fueron capaces de cambiar son los colores de la enseña nacional, aunque no fue por falta de ganas. «Se quiso cambiar ya entonces a una bandera tricolor, roja, blanca y un color muy parecida a la de Luxemburgo, tirando a morado. Pero si no se pudo aprobar una constitución... imagínate el legislar los símbolos de la nación», considera Santamarta, que recuerda que los valores republicanos ya están reflejados hoy en la actual monarquía y hasta en el espíritu de la gente:
«Hay un sustrato de españoles que somos muy hijos de algo. Tenemos un concepto de la Monarquía en la que al Rey se le permite ser Rey. Y esa idea está en las vinculaciones históricas de los Reyes de España con las diferentes Cortes, donde tenían que ir a jurar las constituciones propias o leyes correspondientes. A la pregunta de si los españoles somos monárquicos o republicanos, la respuesta es que somos un poco anarquistas. Somos muy de nuestro terruño, de nuestro barrio».

«A la pregunta de si los españoles somos monárquicos o republicanos, la respuesta es que somos un poco anarquistas»
Se da la paradoja de que la República Federal, la de los presidentes colocados en fila india, duró un soplido y, en cambio, la república unitaria y dictatorial, la que sostuvo Francisco Serrano, antiguo amante de Isabel II, fue capaz de sobrevivir un año entero. «Serrano es el gran desconocido de la historia a pesar de que tiene una de las calles más famosas de Madrid. Adoraba el poder: fue regente con título de alteza y luego presidente del Ejecutivo de la República sin haber renunciado a este reconocimiento. Fue el hombre para todas las ocasiones», explica el autor de 'Esto no estaba en mi libro de la Primera República'.
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Un día antes de que Pavía, a pie, disolviera las Cortes se había producido un pronunciamiento militar en la localidad valenciana de Sagunto a favor del acceso al trono de Alfonso XII. «Hubiera podido frenarse, pues era una fuerza muy pequeña, pero había ya un hartazgo generalizado y el resto de militares decidió adherirse. El manifiesto que había hecho Alfonso era el de una persona joven con ganas de gobernar sobre las bases de un parlamento. Es una vía que se aceptó», relata Santamarta sobre el fin de una utopía con regusto amargo.
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