Rusia desde la cocina
El motivo oculto por el que Putin se inventó que su abuelo fue cocinero de los zares y de Stalin
El reportero polaco Witold Szablowski desvela en un libro los secretos de los fogones rusos, de Nicolás II a Gorbachov
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Puede que la ensaladilla rusa o la mayonesa no tengan nada de rusas, pero sí existe una infinidad de curiosidades vinculadas a la cultura gastronómica del país más grande del mundo, uno de los más variados y con fronteras más insospechadas. El nuevo libro 'Rusia ... desde la cocina' (Oberon) revisa la historia del país desde los fogones y analiza la importancia geopolítica de lo que unos y otros se llevan a la boca. El reportero polaco Witold Szablowski rastrea en el pasado para responder a preguntas que probablemente ningún occidental se ha hecho a diario, pero que resultan muy pertinentes cuando la guerra ha colocado a Rusia en el ojo del huracán: ¿Por qué Putin se inventó el mito de que su abuelo había servido como cocinero de los zares y las élites soviéticos? ¿Cuál fue el menú de la cena donde se selló la suerte de la URSS? ¿Cómo se alimentan los dictadores? ¿Qué comieron los liquidadores de Chernóbil mientras se condenaban a una muerte lenta y dolorosa?
'Rusia desde la cocina' incluye mapas, ilustraciones, fotografías y hasta recetas al final de cada capítulo para narrar una historia culinaria de Rusia que hoy en día sería imposible de investigar de nuevo. «Mientras lo escribía tuve que darle explicaciones a la policía varias veces y fui interrogado por los servicios de inteligencia rusos. Pude terminarlo solo porque nadie en el país de Vladímir Putin podía imaginar que a través de la cocina fuera posible mostrar tan claramente los mecanismos del poder, del poder de Putin y del de sus predecesores», explica Szablowski en el prólogo de su obra tras visitar Rusia, Bielorrusia y hablar con chefs como el director de las cocinas del Kremlin o personas que recuerdan todavía las hambrunas de Stalin.
La primera historia con la que arranca el libro es la de Jaritónov, cocinero del Zar Nicolás II durante la Revolución rusa con el cual había jugado desde pequeño y que sirvió su última comida antes de que los soviets ejecutaran a todos. En la cocina que se preparaban los platos de los zares en sus tiempos de gloria trabajaban 150 personas, de las cuales cuatro estaban especializadas solo en los asados y otros cuatro en las sopas. Sopa de cebada perlada, tortitas de patata, paté de salmón, pechuga de pollo, peras al jerez, tarta de arándanos, carne asada… La variedad en el menú era tan grande como su imperio y, a pesar de todo, a veces Nicolás solo tomaba un par de huevos duros y su mujer una sopa de verdura. Cada día se tiraban a la basura kilos y kilos de comida intacta.
El apetito soviético
La presencia de Jaritónov en Ekaterimburgo, última morada de los zares, dio algo de sabor a esos oscuros días de espera mientras los bolcheviques decidían qué hacer con sus cautivos. No en vano, para el cocinero fue su perdición, pues también él fue ejecutado junto al Zar. Curiosamente los restos que hoy en día se conservan de Nicolás son probablemente una mezcla del Monarca y, en gran medida, de su cocinero, asesinados y carbonizados a la misma vez.
Los rojos ganaron la guerra a los blancos, pero tanto unos como otros siguieron cuidando su paladar. Lenin desarrolló graves problemas alimenticios a lo largo de su vida y terminó comiendo, ya gravemente enfermo, con apatía lo que le ponían en la mesa. Los médicos le recomendaron tomar caldos y dejar de comer sémola de trigo sarraceno que, como buen ruso, adoraba y pensaba que tenía facultades curativas. Joseph Stalin era justo todo lo contrario: un gran glotón en un tiempo de hambrunas. «Stalin, después de la guerra, se sentía cada vez más viejo y agotado. Ya no le bastaba el hígado de pavo. Intentaba imponer fuerzas con enormes cantidades de comida. En pocas palabras, comía como un condenado», señala Szablowski. El propio dictador hacía unas brochetas de carne que estaban de rechupete.
Stalin comía con ansiedad, pero de manera muy sencilla en la cantina donde lo hacían el resto de funcionarios del Kremlin. En invierno se servía siempre sopa de col fermentada con carne, y en verano sopa de col fresca a lo pobre. De segundo el plato era trigo sarraceno con mantequilla y un trozo de ternera. De postre, gelatina de arándanos rojos o compota de frutas deshidratadas. Fue necesario que un nuevo cocinero y animador de su casa llamado Alexander Egnatashvili tomara el mando de los fogones para desatar el apetito de Stalin al siguiente nivel a base de un toque georgiano en la comida: medallones de solomillo, tomates y pimientos picantes…
Pasarse a la comida georgiana cambió el semblante de Stalin y le sirvió para impresionar a sus más ilustres invitados, Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt. El menú de la conferencia de Yalta fue la guinda del pastel del poder gastronómico de la URSS: pavo al membrillo, arenque frito de Kerch, aguja de cerdo con setas, carne de caza, gelatina de esturión y grandes baldes de caviar. Fue difícil no darle a Stalin todo lo que pidió tras aquel festín.
El plato principal de la última cena de la URSS fue un jabalí cazado en los días previos por el primer ministro de Ucrania acompañado por algo de caviar
La última cena que celebraron los dirigentes de la URSS antes de firmar el tratado de su desintegración estuvo cargada de simbolismo, como cuenta el autor de en 'Rusia desde la cocina'. El plato principal fue un jabalí cazado en los días previos por el primer ministro de Ucrania acompañado por embutidos, ensaladas, quesos, algo de caviar, pescado y chuletas. Gorbachov y los representantes de las distintas partes del imperio comieron en un ambiente de completa incertidumbre ante lo que estaba por venir y con todos compitiendo por ver quién podía desabrocharse antes los botones del pantalón.
MÁS historias de la historia
Vladimir Putin, hijo de esa URSS en descomposición, quiso mirar a tiempos más gloriosos cuando exageró el mito de que su abuelo Spiridón Putin, al que apenas conoció y del que dijo había servido como cocinero al mismísimo Rasputín y tras la guerra a las élites soviéticas, entre ellas a Lenin y Stalin. Según ha podido investigar Szablowski, la historia es completamente falsa y lo único que se sabe es que ser cocinero le parecía un trabajo desagradecido al abuelo del presidente y siempre quiso trabajar en otra cosa. «Spiridón Putin había cocinado toda su vida en sanatorios, entre ellos en el sanatorio para los miembros del partido, y eso es todo», explica. Como mucho el abuelo del presidente pudo haber preparado alguna comida puntual en una visita de Stalin a alguno de estos centros. La propaganda del régimen se inventó esta historia, como tantas otras cosas, con el fin de entroncar la familia de Putin con tiempos imperiales a través de algo tan universal e inofensivo como es la comida.
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