Las cuatro prácticas sexuales que más repugnaban a los ciudadanos de la antigua Roma
Los habitantes de la 'urbs eterna' tenían claro qué podían y qué no podían hacer en el lecho conyugal
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El la antigua Roma, esa de las legiones y los senadores, la sexualidad estaba por todas partes. El miembro viril, al igual que en Grecia, no era obsceno; más bien todo lo contrario. Representaba la perennidad de la vida, la victoria de la reproducción sobre la Parca y la fuerza vital. Hasta la prostitución, presente en cada esquina, era entendida como una suerte de bendición que evitaba que los más jóvenes importunaran a las buenas damas. Pero todo tenía un límite. Durante las relaciones de alcoba, los ciudadanos sabían que existían una serie de prácticas prohibidas que podían hacer añicos su reputación, y, llegado el momento, hasta provocar consecuencias físicas y penales.
Tabúes sexuales
En 'Amor y sexo en la Antigua Roma', el investigador Alberto Angela recopila los diferentes tabúes sexuales que regían en la 'urbs eterna'. El primero al que hace referencia son las relaciones extraconyugales. Estas estaban prohibidas en el caso de las mujeres; no así de los varones, que podían contar con concubinas con las que mantener un escarceo en la alcoba. Aunque, como explica el autor, había una regla básica: «El hombre que quería tener este tipo de relaciones tenía que hacerlo con mujeres de un rango inferior». Lo contrario estaba mal visto. ¿La razón? Sencilla: así se evitaba que, en el caso de un embarazo no deseado, el 'nasciturus' pudiera reclamar parte de la herencia.
Pero el trasfondo era mucho más complejo, al igual que la relación de los romanos con el matrimonio. En la época de Augusto, en el siglo I a. C., la recién alumbrada 'Lex Iulia de adulteris coercendis' estableció penas concretas para el adulterio y el estupro; sobre el papel al menos. En la práctica, y según explica Alejandro Oval Méndez en 'Amor y sexualidad en la Antigua Roma', «se tiene constancia de que los castigos se aplicaban más a ellas». En el caso de los varones se hacía la vista gorda, igual que con las mujeres de un extracto social bajo; todo lo contrario que con las damas consideradas 'de bien'. «Si la mujer era descubierta realizando el acto, el marido tenía todo el derecho a matarla a ella y a su cómplice», añade el experto.
El segundo tabú se relacionaba con la homosexualidad. Esta práctica era tolerada en la Roma clásica, de eso no cabe duda alguna, aunque bajo ciertas condiciones. La primera, como explica Ricardo de la Rosa en sus dossieres sobre el tema, era que el ciudadano que la practicara no se apartara de sus deberes para con la 'urbs'. Aunque había una vergüenza que primaba por encima del resto, según desvela Angela: «En las relaciones homosexuales el hombre tenía que adoptar siempre la parte activa, en lugar de la pasiva». Tiene lógica, pues, desde su juventud, los hombres libres eran educados para ser conquistadores, imponer su voluntad y someter a los inferiores.
Así, los homosexuales pasivos con cierto estatus pasaban de forma inmediata a un nivel inferior en el que se hallaban los actores, los gladiadores y las prostitutas. Eva Cantarella es de la misma opinión. En 'Según natura: la bisexualidad en el mundo antiguo', la profesora italiana sostiene que los romanos practicaban la sodomía «para demostrar su sexualidad exuberante y victoriosa sobre otros hombres». Por su parte, el catedrático galo Jean-Noël Robert explica en 'Eros romano: sexo y moral en la Roma antigua', que en la 'urbs' no existía el término «homosexual» como tal: «El romano era bisexual y su deseo no tropezaba con una prohibición de tipo sexual, sino con el estatuto del ser, objeto de su deseo».
No sucedía lo mismo con el sexo oral, donde se daban el tercer y el cuarto tabú. En el caso de que se sucediera entre homosexuales, los romanos que albergaran cierto estatus tenían que ser los pasivos. Y también había normas entre heterosexuales. «El romano nunca debía practicar el sexo oral a una mujer, es decir, proporcionarle placer. En ese caso se estaría sometiendo a la mujer, tanto por la postura como por el hecho de darle placer», explica, en este caso, el italiano. Que no le sorprenda el último, amable lector. Durante la República, la boca era considerada sagrada por ser el instrumento que se utilizaba para servir al Senado.
Prostitución en acción
Las prohibiciones generalizaron la prostitución, que en la Antigua Roma navegaba entre dos aguas. Por un lado, era vista como un mal menor necesario para que los jóvenes desfogasen sus más bajos instintos y dejasen tranquilas a las damas de bien; por otro, las meretrices contaban con una reputación pésima y eran consideradas, sobre el papel, como la «infamia» de la sociedad. El ejemplo más claro es que el grueso de estas chicas trabajaban en tugurios pestilentes a las órdenes de un proxeneta que esperaba, paciente pero iracundo, que acabara el servicio para que pasara el cliente siguiente. En la práctica, un minuto perdido era una moneda menos.
Todos los autores coinciden en que las meretrices solían ubicarse en la puerta de los lupanares para tratar de atraer clientes. Para ello iban ataviadas con túnicas cortas de colores chillones o incluso transparentes. Lo más curioso es que no se ponían estos vestidos solo por llamar la atención de los hombres, sino porque, según la ley, debían usar una ropa diferente a la de las matronas para evitar malos entendidos. A pesar de todo, según fueron pasando los años las «mujeres decentes» (como eran conocidas) fueron adoptando estos ropajes.
A su vez, y después de que las conquistas de las legiones llevaran hasta la ciudad a mujeres rubias, era habitual –o, como mínimo, posible– que las prostitutas se tiñeran los cabellos de este color o –si no disponían del dinero suficiente– se compraran una peluca. «Esta blonda peluca hecha con cabellos o crines dorados, teñidos, parece haber sido la parte esencial del disfraz completo que la cortesana se ponía para ir al lupanar, donde entraba con un nombre de guerra o el de profesión», desvela Juan Pons en su decimonónica 'Historia de la prostitución en todos los pueblos del mundo: desde la antigüedad más remota hasta nuestros días'. Este complemento lo mantenían incluso en el prostíbulo.
Para diferenciarse todavía más de las matronas, y para lograr cautivar a los clientes, las prostitutas solían cubrirse toda la cara con aceites variados, ponerse coloretes en las mejillas, agrandarse los ojos con carboncillo, pintarse con una espesa capa de maquillaje y untarse los pezones con purpurina dorada. De esta guisa, una meretriz de una edad considerable podía engañar a los hombres y extender su vida laboral unos años más. También era habitual que se afeitasen siempre que el dinero se lo permitiera, ya que era bastante caro. Todo el cuerpo pasaba por la cuchilla, incluyendo sus partes íntimas, que pintaban de rojo bermellón y no cubrían con ropa interior.
No obstante, algunas de las prostitutas consideraban innecesarios estos cuidados ya que lo habitual era que el acto sexual se practicase al caer de la noche. Antes era un privilegio de recién casados. De hecho, mantener relaciones en una estancia muy iluminada no era adecuado. Y otro tanto pasaba con la ropa. «Estaba muy mal visto que las mujeres hicieran el amor completamente desnudas, incluidas las prostitutas», añade la autora.
Las meretrices tampoco podían usar zapatos, aunque era habitual que se saltasen esta norma y se grabasen en las sandalias palabras como 'Sequere me' ('Sigueme'). Estos términos quedaban inscritos en el polvo cuando caminaban y los clientes los seguían para encontrarse con ellas. Pero lo más llamativo de las prostitutas es que fueron una figura transgresora. En la sociedad romana, el hombre era quien tenía el rol dominante en todos los sentidos y, entre ellos, se incluía el sexual. Durante el coito, debía ser siempre la figura activa. Sin embargo, las meretrices lograron equipararse a ellos. Así pues, no era raro que solicitaran a sus clientes que les hicieran 'fellationes' o 'cunilinguus', prácticas que solían relegar a quien las llevaba a cabo a un nivel inferior. Porque sí, la peor acusación que se le podía hacer a un hombre era pecar de poco viril.
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