Un experto contra los mitos de Roma: ¿era la República más democrática que el Imperio?
El historiador Luis Manuel López Román publica 'Tiberio Graco. Tribuno de las legiones', una novela que se adentra en la figura de este desconocido político
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No crean que las únicas mentiras sobre la Antigua Roma las extiende 'Gladiator II'. Según narra a ABC el historiador Luis Manuel López Román, ya en la era de la República hubo figuras que se mitificaron o se condenaron en favor de tal o ... cual partido político. Y él conoce bien algunas de ellas: las que se extendieron sobre Tiberio Sempronio Graco (162-133 a. C.). En sus palabras, la figura de este tribuno fue elevada a los altares como la de un revolucionario que suspiraba por poner la Ciudad Eterna a los pies del pueblo. Eso, dice, no fue real. Aunque también suscribe que la historia de este personaje fue igual de llamativa: «Tras combatir como general, se hizo político e impulsó una ley que buscaba quitar tierras a la aristocracia senatorial para entregárselas a los ciudadanos. Eso le costó la vida».
Con esos mimbres, que no son pocos, López Román ha alumbrado 'Tiberio Graco. Tribuno de las legiones', una de las dos obras con las que la editorial 'Desperta Ferro' ha iniciado su nueva línea de novela histórica. Y hoy, nos explica sus pormenores, aunque también destruye mitos como que la República fue una arcadia feliz de democracia.
–¿Por qué una novela sobre Tiberio Sempronio Graco?
Las novelas históricas romanas se han centrado siempre en los grandes generales y emperadores, y yo no quería eso. Tiberio Graco me enamoró porque, aunque lo que voy a decir sea un pequeño anacronismo, demostró una sensibilidad social que sus contemporáneos no tenían. Él vio que, a mediados del siglo II a. C., la República no funcionaba. Se estaban quedando sin hombres para los ejércitos porque, por entonces, para ser legionario había que tener tierras y cierto patrimonio. Como los grandes latifundios los tenía la aristocracia, y no el pueblo, era imposible reclutar más soldados. Eso suponía una debacle porque hacían falta combatientes en Hispania, el norte de África, Oriete, el sur de la Galia... Tiberio Graco vio, en definitiva, que hacían falta cambios urgentes.
–¿No vio esas señales la aristocracia?
No, pero Tiberio Graco y sus seguidores sí. Ellos estaban convencidos de que hacía falta una reforma muy profunda. En ese sentido fue un hombre muy coherente. Me gusta mucho el personaje porque se adelantó a su tiempo en muchos sentidos. Lo demostró en sus discursos. Para él, Roma no era el Senado ni se podía gobernar desde el Senado. Roma eran los soldados que combatían. Se preguntaba cómo era posible que jóvenes que morían por la Ciudad Eterna no tuvieran una casa en la que vivir, y luchó por ello. La conclusión es que fue algo más que un simple general.
–¿Hasta qué punto fue rompedora su visión?
Siempre se ha insistido en que Tiberio Graco fue un revolucionario cuyo objetivo era poner patas arriba Roma. Sí y no. No trajo nada nuevo, se fue a los orígenes de la República, buscó cómo había sido su época dorada y propuso repartos de tierras entre la población para que los soldados pudieran seguir siendo reclutados entre los propietarios. Otros políticos como Mario sí cambiaron por completo las legiones al establecer que cualquier ciudadano podía ser soldado. Pero Tiberio no, él fue más conservador; quería que cambiase todo sin que cambiase nada.
–¿Por qué esa cercanía con los legionarios?
Tiberio Graco había combatido en medio mundo: Cartago, Numancia –donde sufrió una derrota monumental–... En todas estas batallas se mostró muy cercano con sus hombres, y eso le hizo conseguir una gran popularidad. Además, siempre fue muy sensible con los problemas de los legionarios. Entendía que había que cuidar a gente que se marchaba de su casa una década para servir en el ejército y que, cuando regresaba, había perdido sus tierras porque se las había arrebatado un terrateniente.
–Vamos al corazón de su reforma: ¿en qué consistía?
La reforma pasaba porque la aristocracia senatorial renunciase a una parte de sus privilegios en favor del pueblo. Por entonces la tierra en Roma era acaparada por unos pocos. Eso, como es lógico, limitaba las que otros podían tener y, por tanto, la cantidad de nuevos legionarios que se podían reclutar. Él quería controlar las parcelas del 'ager publicus', los terrenos extranjeros que se quedaba la República en sus conquistas y que, a la larga, habían sido acaparados por las clases altas. Tiberio Graco pretendía establecer un tope y que, las que sobrasen, se entregasen a la ciudadanía. Además, de esta forma reducía la cantidad de población que asfixiaba la capital. Pero los senadores sintieron amenazado su patrimonio y se propusieron acabar con él.
–¿Cómo le asesinaron?
Mientras estaba reunido con sus seguidores en el Capitolio, durante una asamblea. Se desconoce si iban a aprobar una ley o votar para elegirle como tribuno de la plebe. Lo que sí sabemos es que Publio Cornelio Escipión Nasica agrupó a una muchedumbre y cayó sobre ellos. En el rifirrafe que resultó, Tiberio Graco murió de un golpe en la cabeza. Se lo dieron con una pata de banco porque en el 'pomerium' estaba prohibido portar armas.
Tiberio Graco. Tribuno de las legiones

- Editorial Desperta Ferro
–¿Qué nos ha quedado de él?
El mito. Uno de los problemas que tenemos con este personaje es que solo tenemos pinceladas de su historia real. Cuando murió se convirtió en mártir de la causa del pueblo. El primero que utilizó su recuerdo fue su hermano pequeño: Cayo Graco. Él generó esa idea de que Tiberio fue un revolucionario que se enfrentó a los senados. Y, en el siglo I a. C., los 'populares' transformaron su memoria en un emblema, hicieron de él un mártir. Esto es preocupante para los historiadores, porque nos obliga a eliminar todas las capas hasta llegar a la verdad.
–¿Entiendo, entonces, que no era tan revolucionario?
Esa visión de que llegó para poner Roma a los pies del pueblo no es real. Era un hombre profundamente conservador. Los romanos llamaban a las revoluciones 'tablas nuevas', y él no iba por ese camino. Quiso aprobar unas leyes agrarias calcadas a otras del siglo III a. C. y resucitar el tribunado de la plebe tal y como había sido concebido en los orígenes de la República. Sí aportó una novedad: para él, Roma no era el Senado, era el pueblo. Eso se ve en sus discursos, y lo heredaron los Pompeyos de rigor.
–¿La República no era, por tanto, ese edén al que regresar, como se muestra en 'Gladiator II'?
La República era un sistema oligárquico y aristocrático. En 'Gladiator I', e incluso en la serie 'Yo Claudio', se tiende a romantizarla. La realidad, sin embargo, es que estaba en manos de una treintena de familias; era una oligarquía. Pero muchos senadores la miraban con nostalgia, y es lógico, porque en esa época habían tenido mucho más poder. Si lees a Tácito verás que habla con mucha nostalgia de aquellos tiempos. Escribió una frase en 'El agrícola' en la que decía que, cuando murió Domiciano, los senadores plantearon elegirse entre ellos para dejar de sufrir a manos de los tiranos, pero llegó la dinastía de los antoninos y esos anhelos se esfumaron.
–¿Se ha ideologizado la novela histórica?
En las últimas décadas vinculamos determinados períodos a una u otra ideología. Es triste, pero hay demasiados choques ideológicos a la hora de tratar problemas historiográficos. Seguimos sacando pasiones y, en la práctica, es muy difícil encontrar personajes, momentos e instituciones en las que todos estemos de acuerdo. Escojas lo que escojas siempre te van a asociar a uno u otro lado. Una pena.
–¿Cree que esto también sucede con Roma?
Ahora hay muchos estudios que relacionan la Antigua Roma con la masculinidad tóxica. Eso es peligroso. Parece que, si te interesa ese período, ya piensas de una determinada manera. La variedad que supuso Roma es fascinante, lo mismo que la cantidad de miradas que podemos poner sobre ella. Imponernos estas limitaciones es absurdo; son sesgos que no tienen sentido.
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