57 Festival de Cine de Berlín «Cartas desde Iwo Jima»: otros ojos, otros ideales, otra bandera
E. RODRÍGUEZ MARCHANTEENVIADO ESPECIALBERLÍN. Un festival de cine bien programado suele ser muy exigente con sus invitados y les pide concentración y dispersión al tiempo. Concentrados en la película
E. RODRÍGUEZ MARCHANTE
ENVIADO ESPECIAL
BERLÍN. Un festival de cine bien programado suele ser muy exigente con sus invitados y les pide concentración y dispersión al tiempo. Concentrados en la película y dispersados por los diversos asuntos y lugares del programa. Ayer, hubo que estar en Iwo Jima, en la
trinchera de enfrente; en Suráfrica, en la celda de Nelson Mandela, y en el interior de un noviciado veneciano, en compañía de frailes y religiosos. Y no vale confundirse: en Iwo Jima con novicios, en Suráfrica con japoneses y en un monasterio con Mandela. «Cartas desde Iwo Jima», de Clint Eastwood; «Goodbye Bafana», de Bille August, y «In memoria di me», de Saverio Constanzo, era la oferta del día. Aunque sólo lo de Clint Eastwood hubiera sido
suficiente, y aún demasiado.
Como ya sabe todo el mundo, a los americanos, o al menos a los de la Academia del Cine de Hollywood, les ha gustado más «Cartas desde Iwo Jima» que «Banderas de nuestros padres», o sea, prefieren la versión japonesa de aquel crucial desembarco y cruenta batalla, y por eso la han elegido entre las candidatas al próximo Oscar. Es fácil adivinar algunos de los porqués: porque en «Cartas desde Iwo Jima» hay sentimientos, digamos, positivos o grandes, como el valor, el honor, el sacrificio, la dignidad, el sentido del deber..., en fin, justo casi todo lo contrario que se debatía en su «visión americana», más cínica y a la captura de la hipocresía, la mentira, los intereses bastardos, la ganga de materiales con los que se construyen los héroes y sus hazañas, la preeminencia de la representación, o sea, la foto, sobre la realidad... Y el segundo porqué, y a la altura del primero, es porque no hay en «Banderas...» ningún personaje como los buenos personajes de «Cartas desde Iwo Jima», y en especial el del general que interpreta Ken Watanabe, prodigiosamente escrito y a la altura de los mejores de cualquier tiempo y lugar.
De modo prodigioso, Eastwood aparenta haber reproducido la batalla en su propia filmografía (película americana contra película japonesa), aunque aquí parece que el vencedor será otro. Si se mira bien, en cambio, ambas películas se complementan, perfeccionan y consuman: cada una es el contraplano de la otra, tanto físico como moral. «Cartas desde Iwo Jima» es aquello visto desde la otra trinchera y desde el otro espíritu, y hasta tal punto que parece ocurrir otra batalla, incluso otra guerra y en otro lugar. Es más bélica, pues la cámara nunca abandona el campo de batalla, pero también más trágica que dramática, pues la vemos en plano corto, con la cámara pegada a los personajes y sin alardes. De principio a fin, «Cartas desde Iwo Jima» es un rosario de dilemas, no sólo morales sino también tácticos y estratégicos, y Clint Eastwood suele resolverlos al menos en media docena de ocasiones con escenas sublimes; o sea, inolvidables, de ésas que los cinéfilos mastican, relatan y hasta mejoran al írselas narrando de generación en generación. «Cartas desde Iwo Jima» es una película muy grande, pero creo que buena parte de su grandeza proviene de haber visto la irónica mirada de su primera mitad, o su frontal, «Banderas de nuestros padres».
Joseph Fiennes, de manual
No todas las películas tienen la suerte de doblarse y doblegarse de ese modo, y a algunas tal vez le vendría bien intentarlo, como a la firmada por el danés Bille August, que retrata de un modo excesivamente rutinario la relación entre Nelson Mandela y James Gregory, su carcelero y escritor del libro en el que se basa el guión. El resultado es una película sin sorpresas, con los sentimientos impostados, dirigidos, y con una interpretación de manual de Joseph Fiennes, aunque algo más matizada de Dennos Haysbert como el recto y sabio Mandela.
Con la película italiana a concurso, «In memoria di me», más que verla lo que se hacía con ella era padecerla. Era monótona y profunda, e indagaba entre las dudas y vacilaciones de un novicio en la fase ya decisiva antes de ordenarse. Transcurre casi por completo en un gran pasillo de celdas apelotonadas y en un enorme comedor, y la cámara se pretende a sí misma misteriosa (en realidad, crea expectativas que luego no está dispuesta a abordar), con un aliño musical de la imagen francamente desa-fortunado. Sin duda, en el fondo subyacen asuntos interesantísimos sobre la fe y el ser humano, expuestos además sin el menor ánimo de entretener, con lo cual rápidamente se pensó que «In memoria di me» era la película que tal vez más calara en ese puchero de obsesiones religiosas que es Paul Schrader, el presidente del jurado. Atento el personal, pues.
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