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Fotomatón

Lenny Kravitz, el caníbal sensible

Es un distinto de la moda que se inventa cada noche su propia moda

Lenny Kravitz: «Soy un chaval que está empezando»

Lenny Kravitz gtres
Ángel Antonio Herrera

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En la pasarela de los Oscars han metido a Lenny Kravitz como elegante. Y parece que no lo es, pero sí. Nos suponemos siempre que el elegante es un maniquí de Cortefiel, pero es justamente lo contrario. Así, Lenny, que además aúpa mucho suspiro entre todos los sexos, como un cruce entre Jimmy Hendrix y hippie de gimnasio.

Aquí tuvo novia, hace tiempo, entre las reguapas del cuerpo de baile de Joaquín Cortés. Yo les veía a menudo por las terrazas del Madrid de entonces, como dos soberbias criaturas de una tribu salvaje y perfumada. No hubo prensa de aquello.

Lenny ha cambiado mucho para no dejar de ser él mismo. Aquella ley de Píndaro, 'aprende a hacerte el que eres', nos vale para él, que se pone o se quita la melena rastafari por parecerse más a sí mismo, algo así como un primo macho de Prince. El cambio, en él, es en el fondo una manera de no cambiar, porque en todas las fotos se nos aparece un mismo ejemplar de rockero negro, de apolo canalla, de cantante excéntrico que se pone un abrigo de pieles para lucir el propio pecho de atleta al aire, o al contrario, más un cabaret de medallas.

Lo vimos el otro día, en los Oscars. Ha preferido a menudo los diseños de Roberto Cavalli, que acentúan en cuero su estampa de macarra de buenos modales. A veces, en Gucci han cosido para él. Siempre carga un exceso de joyería bárbara, un barroquismo de pieles o sombreros, pero en él estas euforias quedan como un milagro de medida, porque parece que no sobra ni falta nada, cuando con el armario de un día pudiera vestirse varias noches.

Hay, en él, una voracidad de la estética, un hambre de ponérselo todo, salvo que sean prendas ortodoxas y de fácil percha. Lenny viste en artista. Va de Kravitz todo el rato. No le hace falta una guitarra al hombro para leer en él, de inmediato, que es un figurón de la música. Va sobrado de todos los fetichismos de los negros, desde los flecos a los collares, y ha eternizado las negras gafas retro, gigantes de montura, una artesanía principal de los grandes de su ramo, desde Keith Richards a Jimmy Hendrix, su maestro arterial, junto a Prince.

Ha cruzado el glam con el piercing, ha hermanado el tatuaje y la levita, ha puesto a convivir la barba de seis días con el terciopelo de última costura. Su apuesta atuendaria resulta hermana de su apuesta musical, que respira del mestizaje. La ropa, así, no asoma como un postizo bien pensado, o un mero adorno, sino como prórroga de su lenguaje artístico, de su idioma propio, que se afianza en una canción, pero también en un abrigo tribal. Naturalmente, anda en las antípodas de la sobriedad, y toda su antología de fotos da un Lenny distinto, cambiante, que siempre es el mismo caníbal sensible, un tipo de modernidad casi chirriante que no olvida los colores de lo epocal. Un día se fotografió desnudo en una ducha, y lo puso en su página web. Es un distinto de la moda que se inventa cada noche su propia moda. Si no para de coleccionar camisas floreadas es porque persigue lo mismo de los pocos audaces de hoy y de siempre: no cambiar nunca.

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