Los olvidados de Las Sabinas, el poblado del realojo sin fin: «Aquí seguimos, no le importamos a nadie»
Una treintena de chabolas resiste en el asentamiento donde la Comunidad y Móstoles planean un último traslado, congelado desde hace dos años
Las imágenes de los últimos habitantes del segundo asentamiento ilegal más grande de la región
Hay un poblado junto al río Guadarrama donde los niños corretean entre escombros y las madres limpian la suciedad inabarcable. La basura sirve de frontera entre parcelas y en uno de los patios improvisados que circundan las precarias construcciones Antonio bebe un refresco ... después de darse una ducha. Su casa tiene bomba de agua y termo, también una estufa de carbón que caldea la estancia principal, un salón-cocina con baldosas brillantes, nevera plateada y televisión por satélite. Hace solo dos años que vive en esta chabola con fecha de caducidad junto a su mujer y sus dos hijas de 4 y 7 años. Son una de las últimas familias en incorporarse a una comunidad donde la mayoría están emparentados, venden chatarra y perciben la Renta Mínima de Inserción (RMI). Los últimos olvidados de Las Sabinas.
El sol calienta y regala una mañana primaveral que disimula las duras condiciones de vida en la zona más desangelada del segundo asentamiento ilegal más grande de la Comunidad de Madrid, después de los 15 kilómetros de la Cañada Real. «Por las noches se te congelan las orejas», asegura Antonio, que con 22 años cambió el piso de su padre en Alcorcón por una infravivienda a unos metros del cauce del Guadarrama, en el término municipal de Móstoles. Del poblado junto al río que nació hace medio siglo, habitado en su época por 900 familias, solo queda una treintena de viviendas y los restos de las que ya han sido derribadas.
La basura que cerca el río no desaparecerá hasta que lo hagan sus habitantes. Las Sabinas se ha convertido en una escombrera donde se acumulan electrodomésticos y vehículos destartalados, además de los residuos de los propios vecinos, que no disponen de contenedores en varios kilómetros a la redonda. «Me paso el día limpiando y mira esto, da vergüenza», señala a su alrededor Agustina Navarro, de 61 años, que barre la entrada de una casa reforzada con plásticos, tablones de madera y techumbre de uralita; su hogar, y el de sus hijos y nietos, desde 2011. De haber llegado unos años antes, Agustina se habría marchado ya.
La Comunidad firmó en 2013 un convenio con el Ayuntamiento de Móstoles para iniciar el proceso de realojo del corazón de Las Sabinas. Menos de la mitad de las 128 familias contabilizadas entonces cumplía con los requisitos para acceder a una alternativa de la Agencia de Vivienda Social (AVS), las 60 que pudieron demostrar ser vecinas del río desde antes de 2008. Un censo que discriminó a decenas de candidatos. «Llegamos en 2008 y nos empadronamos en 2010. No puede ser que por un año nos quedemos fuera», critica Antonio Bruno Pardo, un joven chatarrero de 22 años que se crió en el extinto asentamiento vallecano de Las Barranquillas, en su día punto de encuentro de miles de toxicómanos.
Negociaciones bloqueadas
El convenio para trasladar a los rezagados y desbloquear la recuperación del Guadarrama está en el limbo desde 2020. «Antes había dos casetas aquí donde estaban dos chicas de servicios sociales y nos ayudaban. Pero se fueron. De repente se ha parado todo», recuerda el joven Antonio, que comparte chabola con sus padres y hermanos. Todos han estudiado en el colegio Emilio Ferreiro de Parque Coímbra, una zona residencial de Móstoles, la civilización más próxima, a 20 minutos a pie, y ninguno alberga expectativas de las visitas periódicas de los técnicos de la Consejería de Medio Ambiente y Vivienda, que en las últimas ocasiones no han dado más que largas. «Que si el año que viene, que a finales de este año... y aquí seguimos, no le importamos a nadie», espeta Agustina. En noviembre nació su duodécimo nieto, que ingresó en la UCI durante 18 días por una infección respiratoria. El último nacido en Las Sabinas ahora tiene tres meses.
La luz que asoma a través de puertas y ventanas es la única señal de vida al caer el atardecer. Algunos se reúnen en torno a las hogueras que también utilizan para quemar chatarra. «Los fuegos para pelar cobre han provocado incendios forestales que han llegado hasta los chalés de Parque Coímbra o hasta una escuela infantil», traslada por teléfono el portavoz de Ecologistas en Acción Suroeste Madrid, Raúl Navarrete. A finales de 2019 los vecinos de la urbanización exigieron al ayuntamiento un plan especial antiincendios. «No vienen para nada pero, eso sí, haces un fuego y tienes aquí a todos los bomberos», farfulla Agustina.
El fuego de la chimenea crepita en el hogar de Alejo Carlos (36 años) desde 1994, una construcción achaparrada con porche, baño y cuatro habitaciones. La compró su abuela a una paya hace décadas y él la heredó de su padre. Son diez personas en casa, la niña más pequeña ríe en brazos de su hermana y la hija mayor, de 23 años, fuma un cigarrillo junto a su madre, María del Carmen Gálvez (41 años), que resume su situación: «A nosotros no nos dan ninguna solución». La familia de Alejo sí estaba en la lista original, pero rechazó el traslado. «Hicimos un escrito y dijimos que no podíamos ir a ninguna parte de la sierra. Teníamos contrarios [clanes enemigos] y justo nos dieron la casa en el pueblo de al lado», relatan. Y la AVS no es una inmobiliaria a la carta.
Una bombilla cuelga del techo y alumbra su salón ricamente decorado, con cuadros, cortinas y vasijas en la repisa de la chimenea. «Tengo una casa grande, sé que no voy a tener esto en otro lado», reconoce Alejo. Si no les asignan una vivienda, María del Carmen se conforma con un terreno yermo donde construir con sus manos un nuevo hogar. Aunque los más privilegiados (o menos desafortunados) disfruten de un techo decente, su futuro en Las Sabinas es inconcebible. «Es un terreno no urbanizable por tres legislaciones distintas: por ser parque regional, por la ley de aguas y estar en las riberas del río y por ser vía pecuaria», explica Navarrete, de Ecologistas en Acción. Por eso el poblado jamás gozará de alcantarillado, alumbrado ni servicio de recogida de residuos. Por eso la asociación demanda que se descongele el realojo y la posterior conservación del medio ambiente.
En algún número de la calle de Esteban García, el camino de polvo, baches y barro que atraviesa Las Sabinas, tres jóvenes se afanan en descargar la chatarra de una furgoneta para «sacar 20 o 50 euros». Enrique Pardo (18 años) es uno de los que se fueron a Móstoles. Han pasado cuatro años y no echa de menos las duchas con cubos de agua ni las salidas al ‘baño’ campestre. Mira alrededor, mientras desguaza un neumático, y sentencia: «Aquí no se puede vivir».
Noticias relacionadas
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete