ANÁLISIS
Cuando la flagrancia es negarse a abrir la puerta de la propia casa
La sentencia trata la inviolabilidad del domicilio en términos elásticos y desplaza el papel del juez
La Audiencia Provincial de Madrid considera lícito que la Policía tire la puerta abajo de un domicilio si quien está dentro, se niega a abrir e identificarse. Esa es la principal conclusión de la sentencia que hace unos días absolvió a dos agentes ... que participaron en un operativo en la madrileña calle de Lagasca, el caso ya célebre de «la patada en la puerta».
No es baladí, porque lo que viene a decir es que si usted se niega a abrir a un policía que no lleva orden judicial y persiste en su negativa, él puede entrar por la fuerza en su casa sin más consideraciones. En este caso, había en efecto un contexto muy concreto, pero lo determinante en el juicio era si se justificaba el uso de la fuerza policial ante un delito flagrante que no era, diríase, un ilícito al uso: la flagrancia era decir que no.
Aquella actuación, como la causa judicial que generó, estuvo rodeada de distorsiones desde el minuto en que alguien dentro del piso grabó los golpes del ariete contra la madera y el acceso de los agentes de la Policía Nacional para colgarlo en las redes. Se hablaba de brutalidad policial, de abuso de poder, de sobreactuación.
¿Celebrar una fiesta vetada por las restricciones propias de la situación de pandemia es un delito o una falta administrativa? ¿Es un delito lo suficientemente grave como para que la Policía pueda entrar por la fuerza en una vivienda sin orden judicial? Estas eran dos de las preguntas que más se repetían en las tertulias de aquellos días y ambas, desenfocadas.
La Policía justificó su actuación en que ante un delito flagrante, es decir, que se está cometiendo en ese mismo momento y al que se debe poner fin, se puede realizar una intervención urgente con los recursos que sean necesarios. Pero el delito del que hablaban no era la fiesta, como se evidenciaría en el juicio, sino la negativa de los que estaban dentro a abrirles la puerta, enseñar los DNI y apechugar con la multa que, siendo una falta administrativa saltarse las restricciones, les iban a recetar.
Ellos no abrían la puerta porque no querían que les pusieran una sanción y así lo contaron al jurado. Tenían además una amiga que decía saber Derecho y que se puso a pegar voces a los agentes diciendo que sin orden de un juez, no cruzaban el umbral. Los policías apreciaron que la desobediencia «recalcitrante» al no abrirles la puerta como reclamaban, justificaba el resbalón, reventar la cerradura y hasta el ariete. El tribunal coincide.
Los penalistas podrán hacer seguro muchas consideraciones sobre el acomodo del delito de allanamiento de morada del que estaban acusados a lo que ocurrió aquella madrugada. Uno de los agentes lo rebatía así: «Yo entré allí a identificar y detener, no me quedé a ver Netflix». Probablemente no le faltase razón. De hecho, la sentencia absolutoria podría haberlo sido precisamente, por el difícil encaje del tipo penal, pues tampoco es que practicasen una entrada y registro, sólo accedieron, identificaron a los presentes, recorrieron la vivienda para aflorar gente escondida, detuvieron por desobediencia a unos cuantos y a otros, arrepentidos, les dejaron en libertad.
Pero la sentencia, por encima de esas consideraciones, da la clave en esta ecuación: si la desobediencia a la autoridad es delito flagrante y si esa flagrancia justifica violar el domicilio. Y su respuesta afirmativa lleva a preguntarse qué pasa si un vecino denuncia, quizá en falso, que otro vende droga y cuando llega una patrulla, el presunto traficante decide que no abre la puerta y se mantiene 45 minutos tras la mirilla diciendo que vuelvan con una orden judicial, como ocurrió en Lagasca. ¿Entran?
El jurado, -no había más que ver las caras-, reprueba, como el ponente de la sentencia y casi toda España en la pandemia, la actuación de los 14 que estaban de fiesta molestando a vecinos confinados. Cualquiera empatiza con la frustración de quien tiene a los de arriba montando jarana sin que ninguna autoridad pueda hacer nada. Podríamos, de hecho, abrir el melón de los problemas de convivencia ciudadana que nos aquejan, buscar remedios.
De momento, lo que hay es una sentencia que habla del límite de la inviolabilidad del domicilio en términos elásticos y que deja al juez en un lugar secundario cuando ampara que la Policía tire una puerta sin su permiso sólo porque el de dentro no quiere abrir. Uno de los acusados dijo que la orden era innecesaria, pero se le escapó que tampoco se la habrían dado. Igual el melón que hay que abrir es preguntarse por qué no. A ver qué dice el Supremo.
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