Artes & Letras
Marie-Thérèse Figueur, la descarada
Hijos del Olvido
Mujer soldado en las guerras napoleónicas, fue capturada por los hombres de Merino, que sintió aprecio por ella y, probablemente, le salvó la vida
San Simón de Rojas, el 'Padre Ave María'

En un hospicio parisino una anciana, sin hijos ni familia, «espera con resignación la muerte». Los más la tienen por demente cuando escuchan sus quijotescos recuerdos de las guerras napoleónicas. Hasta que el escritor Saint-Germain Leduc decide transcribir sus narraciones y rescatar del olvido ... su asombrosa biografía.
La de Thérèse Figueur es una historia tan increíble como cierta. Un caso extraordinario de mujer soldado que no escondió su condición. Huérfana, comenzó en 1793 su periplo por los campos de batalla y pronto destacó por su arrojo. Fue herida en el asedio de Tolón y en Savigliano, donde recibió cuatro sablazos. En Gerona, durante la Guerra del Rosellón, salvó la vida a un general. Por su valentía y carácter indómito, la rebautizaron como Sans-Gêne, la Descarada.
Cuando el Gobierno prohibió la presencia de mujeres en el ejército, numerosos oficiales lograron que se hiciera una excepción. Era tal su fama que Napoleón la invitó a cenar. Siendo un joven oficial, comprobó en persona cómo se las gastaba la lenguaraz y corajuda borgoñona. «Bien, señor Sans-Gêne, ¿me encuentra todavía tan feo como en la época del asedio de Tolón?» le dijo, mientras relataba a Josefina cómo le retó a desenvainar la espada. Ya más serio, declaró: «La señorita Figueur es un valiente».
La futura emperatriz le ofreció dormir en la habitación de María Antonieta y, cautivada por su arrolladora personalidad, la nombró su asistente personal. Sin embargo, el «aburrimiento indescriptible» de la vida en palacio no era para ella. A los diez días, con su libérrimo descaro, se marchó sin decirle nada ni a Josefina ni a Bonaparte. Toda una despedida «a la francesa». Sans-Gêne prefirió la acción y combatir en las míticas victorias de la Grande Armée como Ulm, Austerlitz y Jena. Enferma, volvió a París donde pasó 18 meses postrada.Atraída por las maravillas que de España había escuchado, se le metió en el caletre venir al infierno en la tierra para los franceses. Y lo logró, claro. En 1811 se incorporó a la guarnición de Burgos. Pronto descubrió el pavor que inspiraban los guerrilleros: «Un paseo fuera de la ciudad estaba para nosotros, los franceses, muy restringido. El nombre de Merino y los disparos de su banda inspiraban prudencia a los paseantes más osados».
Y esta mujer soldado, siempre escoltada por su perra, un pequeño caballo gallego y Robin, un carnero que bebía «café y ron con los señores oficiales», conquistaría a los burgaleses con un arma invencible: su gran corazón. «Alojada en casa de un cura que pronto me cogió afecto, a pesar del odio que los españoles alimentaban contra nosotros», y ante la hambruna que afligía a la población, confiesa: «sentí desarrollarse mi espíritu de caridad (…) supliqué e intrigué ante mis jefes para obtener el mayor número posible de raciones de pan y carne». Así, su proverbial descaro logró alimentar al sacerdote y a numerosos mendigos y vecinos. «Me ponía en una ventana que daba a la calle, mi cuchillo en mano, y repartía pan entre toda esta gente». Salvó incluso a los perros. Ordenado el exterminio de estos por razones sanitarias, se enfrentó al canicidio con un secreto refugio donde alojaba constantemente 5 o 6 «inquilinos».
Mas, un cálido atardecer de julio de 1812, el destino, con «una veintena de fusiles de todo calibre», se ocultaba en el soto de un camino de las afueras. Capturada por los hombres de Merino, caminó toda la noche, entre insultos y golpes, hasta un pueblo donde tenían a un oficial polaco. Iban a fusilarlos cuando el cabecilla gritó: «¡Si es la señorita soldado, la que se alojaba en casa de un cura y era tan buena para los pobres!». «Mi vieja tía no para de hablarme de ella», dijo otro. «Ella le ha dado todos los días un cuarto de pan a mi anciano padre. Cuando el pan valía en Burgos un duro, se lo ha dado a los prisioneros españoles», repuso un tercero. Decidieron conducirla al campamento de Merino. Al alejarse, la descarga que acabó con el polaco le heló el corazón.
Conoció en Barbadillo al que consideraban el mismísimo demonio. A pesar de su «reputación de fría crueldad, se comportó incluso con amabilidad». La alojó en casa de la farmacéutica, donde fue muy bien tratada. Incluso la visitó con comida y dinero el sacerdote de Burgos al que había ayudado. Un día le preguntó a Merino si llegaría pronto su hora de partir. Su respuesta la dejó estupefacta: quería retenerla y llevarla él mismo a Francia cuando acabase la guerra.
Pero pidió ser entregada a los ingleses, cuyo país quería conocer, según confiesa. Desoyó el consejo del guerrillero, que cedió a sus peticiones. «A mi salida, me dio para el camino un mulo cargado de provisiones», escribe. En 1812 se unía a una columna de 200 prisioneros con destino a Portugal. 140 murieron en el camino, otros durante los «39 mortales días» de travesía hasta Inglaterra. No cabe duda de que Merino sintió aprecio por aquella brava mujer y posiblemente le salvó la vida cuando, al entregarla a los británicos, lo hizo en calidad de oficial y ocultando que era mujer.
Tras su cautiverio, aún pudo charlar por última vez con su admirado Napoleón en las Tullerías, antes de su partida hacia Waterloo. Después, llegó la paz y el amor. Disfrutó de un matrimonio feliz, pero enviudó en 1829. Pobre y sola, ingresó en el Hospicio des Ménages. A pesar de su azarosa existencia, murió en 1861 con 86 años. Puede que recordando a aquel legendario cura que le salvó la vida en tierras de Burgos.
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