«Mi jefe me ofreció subir a un cayuco después de no pagarme en año y medio»
Seis inmigrantes relatan a ABC cómo fueron sus viajes desde distintos puntos de África hasta España y explican su situación actual: algunos han regularizado su condición y otros aún lo intentan
Guinea, Camerún, Mali o Marruecos. El punto de origen cambia, pero el destino es el mismo: Europa. Unos tardaron más, otros menos; unos saltaron la valla, otros llegaron en patera; algunos pudieron pagarse una moto, otros se tuvieron que conformar con hacer camino a pie; ... hay quien ha conseguido los papeles, también quien no lo ha logrado. Pero todos dejaron su tierra atrás hace años para buscar una vida mejor.
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«Estuve tres años caminando por el desierto hasta llegar a España», cuenta Kendi Essien, un camerunés de 30 años que atravesó Nigeria y pasó por Níger y Argelia hasta llegar a Marruecos, donde saltó la valla de Ceuta para entrar en España hace ya cuatro años. Más de 5.000 kilómetros, la mayor parte a pie . Confiesa que lo prefería por ser la opción más «segura» para librarse de «la mano de las mafias».

Paul Sagong también partió de Camerún. No le mataba el hambre, pero quería dejar África. «Cogí el tren desde la capital hasta la frontera con Nigeria y, una vez allí, conseguí una moto para cruzar el país», arranca. La siguiente etapa fue Níger. «Tienes que negociar con la gente de allí. Muchos viven de transportar a gente para que entre en Argelia», manifiesta este hombre, que sintetiza cómo funciona este peaje: «Negocias, pagas y cuando ellos creen que es oportuno, te llevan. Es tan natural como si fuera una agencia de viajes».
En el maletero
Sagong rememora cómo en Níger se vio en una casa, donde no paraba de llegar gente, hasta que el dueño decidió que era buen momento para retomar el viaje. «Te acumulan en una casa hasta que tienen pasajeros suficientes para meterlos en el maletero de un 4x4. Igual éramos 15 personas», comenta Sagong, que también se acuerda de que, para afrontar la travesía por el desierto, sus compañeros de expedición y él tuvieron que hacer acopio de comida que ocupara poco, caducara tarde y cundiera mucho: «Llevábamos tapioca, que se tritura, se seca con aceite de palma y aguanta mucho. Te aguanta todo el desierto con un poquito de agua».
«Negocias, pagas y cuando ellos creen que es oportuno, te llevan. Es tan natural como si fuera una agencia de viajes»
«Y así conseguimos entrar en Argelia», prosigue Sagong. No obstante, les quedaba lo peor. «Se dice que Agadez [región al norte de Argelia fronteriza con Marruecos] es el principio y el fin del sufrimiento». Allí es donde vio la corrupción de las policías de la zona. «Nos llevaron junto a la frontera de Marruecos y por la mañana tuvimos visita. Fue como un control, pero con ellos tienes que llevar dinero en el bolsillo, aunque sea 10 dirhams. Si llevas dinero, pasas». En Marruecos ya es otro cantar. Las cosas se complican un poco más para ellos, como expone Sagong. «Desde Argelia a la valla de Melilla [que es por donde entró] tienes que ir de bosque en bosque escondiéndote. La policía es muy estricta y si te ve, te manda atrás».

«Todos los que estamos allí [junto a la valla] nos preparamos para saltar. Es mejor no mirar si tu hermano o tu amigo están bien. Si no los vuelves a ver, te imaginas el final», continúa Essien, a quien completa Sagong: «Dormíamos por el día para estar preparados de noche». «Al lado de la valla hay un bosque y allí estamos meses o incluso años preparándonos para saltar», cuenta, por su parte, Anouar Manelik, un inmigrante guineano de 20 años que prefiere cambiar su nombre para no tener problemas en los trámites de sus papeles. «Hacemos turnos de vigilancia para calcular el día y la hora en la que tenemos que saltar», confiesa Manelik.
Este guineano huyó de casa, atravesó el desierto hacinado en un camión y también avanzó a pie: cruzó Mali, Níger, Argelia y Marruecos hasta Ceuta: «Iba con más amigos, pero mi familia no se enteró hasta que llegué a España. Pensaban que estaba muerto».
Valla o patera
Cuando salió de su casa, tenía 15 años y admite que no quería venir a España, sino cruzar a Francia: «Sé que España estaba mal y no quería venir aquí, pero me cogió la Policía al saltar la valla y me internaron en un centro de menores», expone Manelik, que no guarda buenos recuerdos de aquello: «A veces había peleas, éramos 300 y sólo dos guardias», dice. Llegó a trabajar de camarero, pero el Covid frenó en seco sus aspiraciones. El futuro «está difícil», admite Manelik, quien reconoce que su labor es «enviar dinero» a su familia.
Redouan, marroquí de 18 años, vino a España en patera con 14. «Compramos una entre 30 personas y pagamos 500 euros por el viaje ». Dice que no probaron ningún tipo de alimento desde Nador hasta Almería. Apenas lleva un año en Madrid y tampoco tiene los papeles en regla. «Espero tenerlos en mayo», añade, para así poder trabajar con más facilidad.
«En mi cayuco éramos 61 personas y ese día salimos tres barcos. Sólo llegamos bien nosotros»
Mohamed Traore también llegó en patera. Fue en 2008 y arribó a Tenerife desde Mauritania, una ruta similar a la más usual este año. «No quería venir a España», subraya también este maliense, que primero se desplazó hasta Nuadibú (Mauritania) para buscar empleo tras la muerte de su padre y una hermana en su país. «Trabajaba mucho, día y noche, en una pescadería y después de un año y medio sin cobrar, le pedí el sueldo a mi jefe. Él me ofreció una plaza en un cayuco para venir a España tras año y medio sin pagarme», explica. Después de pensarlo, tomó la decisión de arriesgar la vida: «Era perder el dinero o venir a España. Y acepté. Una noche nos llamaron y fuimos a la orilla del mar. En mi cayuco éramos 61 personas y ese día salimos tres barcos. Sólo llegamos bien nosotros».
Sus vidas
Después de dar tumbos por España -ha pasado por Lérida o Málaga-, se ha asentado en Cartagena, donde ahora trabaja en la construcción. Logró los papeles en 2015 y devuelve parte de lo que hicieron por él echando una mano como traductor de la ONG Accem, que le ayudó a integrarse cuando peor lo estaba pasando: «Son mi familia aquí».
Sagong también consiguió legalizar su situación, vive en Madrid y tiene mujer y dos hijas. Además, logró un trabajo como panadero en Vallecas e incluso ha puesto en marcha una organización, Jóvenes por el progreso, para ayudar desde España a Camerún. Ya han construido varios pozos de agua potable. Él también tiene buenas palabras para otra asociación, Karibu, que fue la que le abrió las puertas cuando se encontró sin nada en la capital. En Madrid viven también Manelik y Essien. Ambos están inmersos en el proceso para conseguir la nacionalidad, retrasado por la pandemia. Viven todos juntos en un apartamento cedido por una entidad religiosa y forman parte de una asociación que les ayuda con el idioma y otros aspectos básicos.
Allí coincidieron con Fulgence, que logró entrar en España de forma legal con un visado de turista desde Guinea Conakri. «Esperé más de 12 años para conseguir un visado», confiesa este hombre. Tiene 35 años, es huérfano y lleva en España dos años y medio. Ahora atraviesa una situación complicada que otros ya han vivido antes . Trabajó durante un tiempo, pero al finalizar su contrato se quedó sin dinero para el alquiler y tuvo que dormir en la calle. Pese a ello, no se desanima: «Quiero seguir formándome, progresar en la vida y encontrar un trabajo digno».
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