LA HORA DE LA VERDAD
Nadie comerá palomitas con 'Tardes de soledad': la verdad descarnada de Roca Rey como nunca se había visto
Esto no va de taurinos o antis, ni unos ni otros se cambiarán de acera; va de arte, de una obra de arte monumental de Albert Serra en la que la figura del peruano se engrandece con imponente heroicidad
El desafío a la muerte de Roca Rey
Albert Serra: «Es tanta la verdad delante del toro que no se puede ser torero y actor al mismo tiempo»

No verán nuestros ojos una obra de arte tan monumental como la de Albert Serra. Por su maestría en la lidia de las cámaras, del sonido, de momentos hasta ahora ciegos incluso para las miradas más taurinas. Y, sobre todo, porque delante de los ... focos contaba un actor que no lo era. Allí se rodaban secuencias de vida y muerte con un hombre frente al toro. Si Roca Rey ya era la máxima figura del momento, en esta película su dimensión heroica es brutal. Serra nos adentra sin complejo alguno, mostrando la sangre a tumba abierta, hacia la verdad descarnada del toreo. Si el toreo ahonda sus raíces en la épica, 'Tardes de soledad' nos devuelve a la esencia: la lucha entre el hombre y el animal, la supervivencia como milagroso dogma y la muerte como sombra ineludible. Siempre con la fuerza del toro presente. El poder del cine. El poder del torero. El poder del toro. Y el poder del público, de su bullicio y de su silencio.
«Me ha perdonado la vida», susurra Andrés tras la cogida más pavorosa en Santander. Como si los Cuatro Caminos de la plaza condujesen aquel 25 de julio al sacramento de la extremaunción, amplificado en esa escena del film donde, en primer plano y de frente, el peruano aparece crucificado contra las tablas con los pitones de Almibarado en lo alto. Vaya bautismo, lo único cursi de una faena documental que hace pegar encogetás en la sala del cine, donde se escapan «¡ay(s)!» y la tensión permanece. Si nadie comía pipas con las alimañas de Victorino, nadie comerá palomitas con Roca. Ni en los fotogramas más templados, ni en los de la soledad en la habitación, ni en la liturgia de enfundarse el terno de guerrero con silencios que atormentan, ni en las esperas de ascensor que nunca llegan, ni en ese trayecto a la plaza en la furgoneta de la primera figura, algo nunca visto. La sequedad en las gargantas, el caramelo, la seriedad en el rostro, el mínimo comentario del lote de otros.
Si esa ida impresiona, con Roca Rey santiguándose a la salida, con el beso a la Virgen, con los tres golpes del mozo de espadas a la puerta de la suite, el regreso –tan incierto– acongoja. Hasta dos veces aparece con la bata verde que aún huele a cloroformo, con la paliza caliente por los percances. «He tenido suerte», dice el matador. «Ha sido de tragedia», suena al fondo. Entremedias, los elogios al cuadrado de la cuadrilla: de «bicharraco» a «qué huevos tan grandes». Mucha testosterona en la gran epopeya del toreo.
La película despoja la tauromaquia de su barniz ornamental y la devuelve a sus orígenes: la lucha sin artificios. Con los micrófonos incrustados en los trajes de luces y en los callejones, escuchamos hasta el aliento, la respiración entrecortada, el peso de la angustia. Sentimos la soledad del torero en su habitación, el eco de la cornada latente en la penumbra de la espera. Y entonces entendemos que el torero no es solo un hombre: es la encarnación de una entrega absoluta capaz de atemorizar al propio miedo.
Hay sangre, claro que sí. Aquí no se tapa nada y se refleja toda la crudeza de este arte. Los antitaurinos seguirán con la suya, aunque algún 'descarriado' de la secta animalista acabe diciendo a Serra lo que esa espectadora vegana tan maja de Nueva York: «Usted me ha corrompido». O como algún crítico de cine que ahora pregunta cuándo torea el peruano. Habrá críticas de algún taurino, pero no por la película, sino de los antiRoca.
La acritud de sus protestantes truena en este documental mientras se alarga la mirada desafiante del torero, mientras los pitones de Madrid -como explica Serra, con el toro de más trapío es con el que adquieren más fuerza las imágenes- disparan cartuchos envenenados. El torero no solo lidia con el toro, sino con la división de sol y sombra. Y entre gritos, pitos y ovaciones, el «hay que tenerlos muy gordos» de los de plata o el «eso que haces no está al alcance de nadie» de su entonces apoderado, Roberto Domínguez.
«Que venga otro y lo haga», se oye. Y esa frase vale tanto para Roca como para Serra. El cineasta se desata como un Goya resucitado y, con toda la belleza de su obra, nos transporta a un dolor inequívoco, el que cala en lo más hondo, el que se rinde a la pureza del arte cinematográfico, a la desnudez titánica del toreo roquista. No solo se lidian toros: se lidia la propia existencia.
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