Edgar Neville, entre luces y sombras
POR JULIO BRAVOMADRID. En su discurso de ingreso en la Real Academia Española, en 1983, José López Rubio reivindicó -como venía haciendo desde tiempo atrás- la existencia de otra generación del 27
En su discurso de ingreso en la Real Academia Española, en 1983, José López Rubio reivindicó -como venía haciendo desde tiempo atrás- la existencia de otra generación del 27, formada por un grupo de autores que se expresaron a través fundamentalmente del humor, tanto en revistas como en el teatro y en el cine: en ella estaban, además del propio dramaturgo, Tono, Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura y Edgar Neville. Éste último es el protagonista del libro «Una arrolladora simpatía» (Ariel), en el que Juan Antonio Ríos Cataralá reconstruye sus años en Hollywood y, fundamentalmenet, su trayectoria personal y profesional durante los años posteriores a la guerra civil, que Neville vivió ya en España. Una trayectoria que, según el autor, incluye desde las sospechas del bando nacional hacia su actividad diplomática durante los años de la guerra, hasta su labor como «propagandista» del mismo bando, pasando por su afiliación falangista o su admiración por Federico García Lorca.
Edgar Neville (de cuya muerte, el 23 de abril de 1967, se cumplen el mes próximo cuarenta años) sigue siendo un creador en permanente estado de descubrimiento. Su obra humorística -fue uno de los creadores de «La codorniz»-, literaria, teatral y cinematográfica son más que destacadas. Lo escribía Luis García-Jambrina en estas mismas páginas, con motivo del centenario del nacimiento de Neville: «No fue, claro está, un genio universal, como Lorca o Buñuel, pero sí un magnífico escritor y un cineasta digno de mejor gloria. Tal vez no escribiera «Poeta en Nueva York», por cuyo manuscrito se nos cae la baba ahora, o no filmara una película tan inquietante como «Un perro andaluz», pero por esas mismas fechas publicó «Don Clorato de Potasa», una de las mejores novelas de vanguardia, y pieza clave en la renovación del humor español».
La producción teatral de Neville cuenta con obras como «El baile», «Marramiau» o «La vida en un hilo» (adaptada de una de sus películas), y en su catálogo cinematográfico figuran «La torre de los siete jorobados», «Domingo de Carnaval», «El crimen de la calle Bordadores» y ese singular documental que es «Duende y misterio del flamenco».
Afortunado y hedonista
En su libro, Ríos Cataralá trata de retratar a Edgar Neville, a quien describieron quienes le conocían como «un hombre de arrolladora simpatía», quiere explicar su personalidad y el contexto de su vida para explicar su actitud. «Edgar Neville, como nos ha recordado Fernando Fernán-Gómez en su artículo «El dandy en la taberna», no es que estuviera enamorado de la vida, sino que la derrochaba con un refinado sentido del lujo. Lo hizo poco después de la guerra: «Ya tenía perro, chalé, coche, piscina, amante, secretaria y mayordomo, cuando los demás teníamos café con leche». Y mucho más cuando era un joven afortunado y hedonista que salía a la calle feliz y contento, como si me hubieran declarado inútil para el servicio militar»»
La biografía de Neville, conde de Berlanga del Duero e hijo de un ingeniero inglés, tiene un antes y un después en el año 1928. Miembro del Cuerpo Diplomático, en aquel año se trasladó a Washington como agregado; durante sus vacaciones, viajó a Hollywood. «Había descubierto su vocación cinematográfica al ver «El demonio y la carne» («Flesh and the Devil», 1926)», escribe Ríos Cataralá, que añade que no le fue mal en California. «Nuevos y famosos amigos hasta entonces sólo admirados en las pantallas -escribe-, fiestas con cualquier motivo, excursiones a lugares popularizados por el cine, poco trabajo... Eran otros tiempos; cercanos todavía con su despreocupada posibilidad de lucir un esnobismo que en España habría resultado estridente». En Hollywood, Neville trabajó -junto con José López Rubio, José Crespo, Conchita Montenegro o Eduardo Ugarte- en las versiones hispanas que estudios como la Metro realizaban de sus primeros filmes sonoros. En Hollywood conoció y mantuvo amistad con figuras como Charles Chaplin (Neville llegó a trabajar como actor en «Luces en la ciudad», aunque la escena en la que intervenía fue eliminada), Stan Laurel, Oliver Hardy (El gordo y el flaco), Douglas Fairbanks o Mary Pickford.
Neville volvió a España el 13 de julio de 1936, «un mal día» según lo describe el propio autor del libro. Por entonces, Neville «tenía treinta y siete años, contaba con una fortuna familiar, acrecentada gracias a su matrimonio, y era reconocido en los ambientes culturales por sus colaboraciones periodísticas y sus primeras obras literarias, teatrales y cinematográficas».
El libro recorre a lo largo de sus once capítulos más un epílogo, sin afán cronológico y sí con pinceladas que tratan de elaborar un retrato lo más completo posible, la trayectoria vital y profesional de Neville desde su regreso a España en vísperas de la guerra civil. Son muchas las caras del prisma que trata de iluminar el autor, y que muestran a un Neville que vio esperanzado la llegada de la República, aunque más tarde le defraudaría la llegada al poder del Frente Popular -«el régimen se convirtió en una dictadura policíaca y el individuo se vio desasistido del apoyo del Estado»-; un Neville que se afiliaría a la Falange, al que trató «con animosidad» y del que receló en principio el régimen franquista -«algunos nunca le perdonaron su pasado y, sobre todo, su sentido de la independencia»-, del que fue finalmente, según el autor, un eficaz propagandista en algunos momentos.
Sin embargo, escribe Ríos Cataralá, «lo suyo era la literatura y el cine; con humor, sin pretensiones trascendentes y, ni mucho menos, afán proselitista o de combate. Y, sobre todo, el disfrute de una vida que le había recompensado sin demasiados sacrificios. Pronto las circunstancias le llevaron a un cambio de orientación: los objetivos prioritarios pasaron a ser la seguridad personal y la conservación de su privilegiada situación».
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