
Cinco escritores en el frente de la Primera Guerra Mundial
En una contienda a la que el tiempo ha desprovisto de testigos, la literatura cobra aún mayor importancia. Vivir (y escribir) en las trincheras
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12345El (no tan) buen soldado Jaroslav Hašek
Ilustración de «El buen soldado Švejk» (1921) - creative commons Con razón (y con frecuencia), Jaroslav Hašek es considerado un pilar de la narrativa checa por su ácida «El buen soldado Švejk», novela inacabada y retrato memorable de los intestinos de la Gran Guerra: los cuarteles, el rancho, la intendencia. Y Hašek , si echamos un vistazo a su biografía, sabía de lo que hablaba. El no tan buen soldado Hašek, que había sido periodista audaz, crítico adelantado, paciente psiquiátrico y antes de nada un tipo inteligente, aprendió a esquivar la muerte en las filas del ejército austrohúngaro, frente de Galizia, bajo la sombra de los Cárpatos.
Era el inicio, 1915, de un periplo que le llevó a cambiar de bando y, sobre todo, en más de una ocasión, al calabozo. Canalla comprometido con sus ideas, testigo desenvuelto de la inutilidad del conflicto, de su descrédito humano, Hašek volcó sus conclusiones en la rechoncha y tierna figura del raso Švejk . Y Švejk , ay Švejk , fue un Harry Flashman sin fortuna amorosa, un vago clarividente y encantador que, desde el esférico trono de sus posaderas, prestó a la guerra un relato luminoso. Carcajeante. Y tan, tan negro.
Apollinaire, el combatiente herido
El escritor francés Guillaume Apollinare, en 1910 - abc Bandana sobre la frente, perfil romano. Picasso dibujó al combatiente herido en la figura de Guillaume Apollinaire. Icono del poeta soldado, Apollinaire entretuvo cierta fascinación por la batalla –un hechizo febril, contradictorio– a la que acudió voluntario en defensa de esa Francia que, entre revanchas simbólicas y cadáveres, combatía al germano desde al menos la guerra franco-prusiana de 1870. El ensayista, el poeta –su festivo compromiso–, también alistó su obra en las trincheras y llegó así al frente de 1914.
Su correspondencia, sus caligramas y dibujos, revelaban un genio explosivo que trazó con lucidez, cierta ironía romántica y la más dolorosa de las pesadumbres, el horror de la contienda. «La náusea, las tripas, el cráter de los obuses». Fueron dos años de guerra, un periodo al termino del cual, en la ofensiva del Chemin des dames, Apollinaire fue alcanzado por un proyectil que le expidió a la retaguardia. Era el otoño de 1917. Luego llegó la trepanación y, después, un puesto de censor en París, su encendido elogio del soldado, el ánimo del herido con medallas. Y, otra vez, la bandana en torno al cráneo o la memoria de una guerra –o de un poeta– según Pablo Picasso.
Ernst Jünger, juegos de guerra
Ernest Junger con el uniforme alemán, durante la I Guerra Mundial - ABC A medio camino entre el volátil frente galo y las estrías de barro de suelo belga, el teniente Ernst Jünger lideró comandos de asalto bajo la disciplina del muy imperial ejército alemán. Jünger describe en sus diarios una guerra alucinada, «los pueblos que atravesábamos eran casas de locos, hospitales psiquiátricos», pero también un terreno casi deportivo para alguien que admitía «pasárselo bien» bajo las balas. De su prosa descarnada florecía al tiempo un elogio de la vida, de la supervivencia y la dignidad del relator y su relato. El de la carnicería.
Porque Jünger no repudiaba la guerra, de hecho llegó a describirla en sus ensayos de la década de los treinta como una «escuela incomparable»; eran textos cuya lectura hizo que Benjamin le reprochase dominar los cauces de la guerra –«¿se ha usted enfrentado a la paz como hizo a la batalla?»– pero desconocer la concordia. El escenario fue una Alemania de entreguerras, infectada por el virus subterráneo del totalitarismo, y cerca de la diáspora que iniciaría el cuadro intelectual de la era Weimar. Con todo, se sabe que, durante el germen y posterior auge del nazismo, Jünger mantuvo una higiene ideológica –fuera del régimen, fuera de la resistencia– tras la que algunos adivinan una execrable neutralidad. El tiempo y los primeros compases del conflicto, sumados al consenso crítico en torno a su obra, terminaron por empujarle contra la barbarie.
Céline, negro comienzo de viaje
Louis-Ferdinand Céline (Destouches) en un retrato de 1951 - afp A caballo entre el frente –literalmente, el escritor se alistó en un regimiento de coraceros– y los rumores de la retaguardia, Louis Ferdinand Auguste Destouches, o el pasaporte que se transformó en Céline, apenas tuvo tres meses de guerra. Esa primera guerra de movimientos y mapas desplegados e interminables trayectos –1483 km. suman sus biógrafos– sobre una montura escuálida bajo el sol plomado del verano de 1914. Allí arrancan los «Diarios del coracero Destouches», germen de lo mucho (y bueno, pese a las sombras, el antisemitismo, la repulsión) que vino después.
Y hubo escaramuzas y –otoño en el horizonte, comienzos de octubre– allí que cayó el francés herido en gloriosa acción, honrado con un medallón militar. Céline no estuvo en las trincheras, no tuvo tiempo. Pero en su errar por ese escenario infernal incubó aquel «Viaje al fin de la noche» de Ferdinand Bardamu. O el trasunto ennegrecido del autor, presa de todos los miedos de un siglo que –advertía la tonada de la Guardia Suiza– se adentraba sin saberlo «dans l'hiver et dans la Nuit». En el invierno y en la noche.
Zweig, la Europa rota
abc La Europa de Stefan Zweig fue Viena durante un tiempo. En «El mundo de ayer» (1944) leemos sobre una capital austriaca antes de 1914, acerca de aquella «atmósfera de conciliación donde cada ciudadano recibía una eduación cosmopólita para convertirse en ciudadano del mundo». Fue una ciudad que, como el continente, no terminaba de digerir las proporciones dantescas del conflicto por venir. Pacifista militante, Zweig se pensaba a sí mismo con un molde similar al de esa Europa soñada que a veces refirió como los «Estados Unidos de Europa». Al estallar la Gran Guerra, el autor hebreo fue movilizado por un periodo de tres años si bien, traumatizado, nunca pisó el campo de batalla al ser declarado no apto. Tras un breve periodo de uniforme y enclaustrado en un archivo militar, pronto se exilió en Suiza. Quedaba su vaga noción de pertenencia a una nación y por tanto un ejército, una herencia de la fragmentada identidad judía, o esa que –en la Viena sombría de 1915– doblegó a un triste librero de viejo. Mendel, el de los libros.