La trasatlántica
Inconcebible
Lo cuerdo es pensar que los cronistas originales no hablaron de Tenochtitlan porque no la conocieron, sino hasta que los echaron y volvieron para tomarla
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En 'Pirate Enlightment', el antropólogo David Graeber explica una de esas cosas que, una vez que alguien dice, resultan obvias, pero uno no había advertido. Los barcos de asalto sin patente de corso del siglo XVIII eran, generalmente, navíos comerciales en los que la ... tripulación se había amotinado contra un capitán tirano, así que los marinos, transformados en piratas, no podían volver a casa sin enfrentar un proceso expedito y la horca. Como se consideraban muertos, utilizaban por bandera una señal de luto: un paño negro a veces mejorado por la redundancia de una calavera.
El pathos de la expedición de Hernán Cortés a Tenochtitlan fue muy similar al de los perros del mar del siglo XVIII. No podía volver porque era un amotinado. Había traicionado y robado al gobernador de Cuba, así que hizo la campaña mexicana de 1519 en un estado mental de kamikaze. Entró en Tenochtitlan el 8 de noviembre de 1519 y se quedó, hospedado por Moctezuma, en el palacio de Axcáyacatl, hasta el 30 de junio de 1520: ocho meses.
Nadie, en los tres testimonios europeos que tenemos de ese periodo —la Segunda Relación de Cortés, la Verdadera historia de Díaz del Castillo y la Breve relación de fray Diego de Aguilar—, habla de lo que vieron en esos 280 días. Cortés y Díaz del Castillo cuentan un paseo a la ciudad vecina de Tlatelolco cuatro días después de su entrada y nada más.
Lo cuerdo es pensar que los cronistas originales no hablaron de Tenochtitlan porque no la conocieron sino hasta que los echaron y volvieron para tomarla: el resto del tiempo se quedaron en el palacio. Había algo amenazante en la ciudad—más allá de su culto a la calavera— que hacía preferible no verla. Fray Francisco de Aguilar contó que el primer europeo en vislumbrarla fue Diego de Ordaz, a quién Cortés mandó a otear cuando se iban acercando. Volvió para decir que había visto «un nuevo mundo de grandes poblazones y torres y una mar, y dentro de ella una ciudad muy grande, edificada, que ponía temor y espanto».
En la Relación de 1520 Cortés dice que no la puede describir porque las cosas que vio «no se podrán creer, porque los de acá que con nuestros propios ojos las vemos no las podemos con el entendimiento comprender.» Había algo en Tenochtitlan que causaba un salto a lo indecible. Bernal Díaz del Castillo, más lírico y suelto, describe, desde el mayestático de los soldados de a pie, el momento en que la vieron por primera vez: «Decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de 'Amadís', por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto, y aún algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían era entre sueños.» Cervantes, que no vio Tenochtitlan, pero sí leyó a Cortés y lo admiraba enormemente, la llamó en El licenciado Vidriera «espanto del mundo nuevo».
Susto, incredulidad y sueño: una ciudad que le impuso a los tres europeos que dieron testimonio de ella —tres de tres es un récord espectacular—la sensación de rebasar su capacidad para articular una imagen con el vocabulario que tenían.
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